Política
El fiscal de la causa del franquismo defendió a Garzón asegurando que la masacre de Paracuellos fue un «hecho puntual» no comparable con el franquismo.
Los mismos que defienden hoy la apertura de las fosas del franquismo, con el ya ex juez Baltasar Garzón al frente, esconden la cabeza como el avestruz cuando oyen hablar de Paracuellos del Jarama, de la masacre perpetrada en el seno de las Brigadas Internacionales por su organizador y jefe André Marty, o de las terribles checas de Barcelona. Tampoco quieren saber nada del asesinato de Andreu Nin, líder del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), o de los desmanes cometidos por el chequista socialista Agapito García Atadell. ¿Cómo explicar si no que Garzón se empeñase en perseguir a Franco como presunto genocida con el mismo celo con que el inspector Javert acechaba al forzado Jean Valjean en Los Miserables de Víctor Hugo?
Mientras Garzón decretaba la exhumación de 19 fosas de la Guerra Civil, nadie hablaba de la fosa descubierta a principios de 2008 en Alcalá de Henares, donde tal vez sepultaron a Andreu Nin. ¿Por qué Garzón tampoco movió un dedo para investigar si entre aquellos restos figuraban los de Nin, que no era precisamente sospechoso de pertenecer al bando nacional?
Enseguida se entenderá. Los esbirros de Stalin al mando del general Alexander Orlov, jefe de la Policía secreta soviética en España, intentaron que el líder del POUM se confesase espía de Franco. ¿Cómo? Arrancándole la piel a tiras para poder seccionar mejor sus miembros en carne viva; o sea, desollándolo. Pero el líder poumista, convertido por sus verdugos en una piltrafa humana, jamás claudicó.
En el Archivo Histórico Nacional hallé la prueba decisiva de la complicidad de Negrín en este asesinato: el borrador definitivo del comunicado sobre la desaparición de Nin que debía enviarse a la prensa con las enmiendas hechas de puño y letra por el propio presidente del Gobierno. En ese texto, Negrín suprimió la palabra «secuestrado» y la sustituyó a mano por «Nin»; luego tachó «en Alcalá de Henares» para no dejar pistas sobre el paradero del líder del POUM. Era indudable que Negrín se hallaba hipotecado con Stalin tras enviar a Moscú las cuartas reservas de oro más importantes del mundo: las del Banco de España. Por eso miró hacia otro lado.
Añadiremos que el propio fiscal del caso Nin, Gregorio Peces-Barba del Brío, padre del antiguo comisionado de las víctimas del terrorismo, reconoció abochornado tras la guerra que cuando estaba a punto de esclarecerse la verdad de los hechos, recibió la orden de interrumpir la investigación.
¿Y qué decir de Santiago Carrillo, cuyo mortecino pasado al frente de la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid eclipsa sin duda las ínfulas de demócrata que él mismo y otros partidarios suyos le atribuyen hoy sin recato alguno? Carrillo fue, cuando menos, cómplice de las masacres cometidas en Paracuellos del Jarama; nada hizo por evitarlas y desde luego sólo los ingenuos o malintencionados pueden creer a estas alturas que no tuviese la menor noticia de que cientos de presos eran sacados de las cárceles y fusilados luego al pie de las zanjas excavadas en Paracuellos o Torrejón de Ardoz.
¿Cómo fue posible que un solo hombre –Melchor Rodríguez– acabase con las matanzas en cuanto fue nombrado inspector general de Prisiones y que Carrillo, con mucho más poder e influencia que él, ni siquiera estuviese al corriente de lo que estaba sucediendo en su propia jurisdicción?
Se quiera o no, los terribles sucesos de Paracuellos del Jarama deberían mancillar la conciencia del ex secretario general del PCE por laxa que ésta sea. Eso, por no hablar de la confesión de André Marty al Comité Central del Partido Comunista, el 15 de noviembre de 1937, que le acredita como el asesino de medio millar de interbrigadistas. Con razón ha merecido pasar a la historia con el sobrenombre de «el carnicero de Albacete».
He reservado para el final de estas líneas a otros dos pájaros de mal agüero. El primero, Alfonso Laurencic, el monstruo que ingenió los instrumentos de tortura instalados en las checas de las calles de Vallmajor y Zaragoza, en Barcelona. Numerosos infelices perecieron en la silla eléctrica o sufrieron los tormentos de las celdas-armario o el «metrómetro», un aparato de cuerda semejante a un péndulo que emitía un penetrante y continuo tictac para quebrar la voluntad de los confinados en las asfixiantes mazmorras. Laurencic aún tuvo la desfachatez de afirmar ante el tribunal que «hubiese construido cien checas más».
Hubo también asesinos fatuos y refinados que acabaron con la vida de cientos de inocentes. Agapito García Atadell, al frente de la checa que llevaba su nombre, fue un claro exponente. Su maldad le llevó a huir de Madrid con el botín requisado a sus víctimas, pero el destino reservado a los indeseables como él quiso que fuese detenido y más tarde ahorcado en una cárcel sevillana.
LA LUPA
Después de ser condenado a inhabilitación de once años por un delito de prevaricación, Garzón está a la espera de una sentencia sobre la causa del franquismo y de que el Supremo decida si se queda con el caso de los cobros de Nueva York o no. Al ser inhabilitado, algo que será efectivo el próximo 23, el Supremo podría trasladar el juicio a la Justicia ordinaria, como informaba ayer este periódico, para que decida si Garzón incurrió en un delito de cohecho impropio. Es más, podría acabar ante un jurado popular.
Fuente: LA RAZÓN.es
Mientras Garzón decretaba la exhumación de 19 fosas de la Guerra Civil, nadie hablaba de la fosa descubierta a principios de 2008 en Alcalá de Henares, donde tal vez sepultaron a Andreu Nin. ¿Por qué Garzón tampoco movió un dedo para investigar si entre aquellos restos figuraban los de Nin, que no era precisamente sospechoso de pertenecer al bando nacional?
Enseguida se entenderá. Los esbirros de Stalin al mando del general Alexander Orlov, jefe de la Policía secreta soviética en España, intentaron que el líder del POUM se confesase espía de Franco. ¿Cómo? Arrancándole la piel a tiras para poder seccionar mejor sus miembros en carne viva; o sea, desollándolo. Pero el líder poumista, convertido por sus verdugos en una piltrafa humana, jamás claudicó.
En el Archivo Histórico Nacional hallé la prueba decisiva de la complicidad de Negrín en este asesinato: el borrador definitivo del comunicado sobre la desaparición de Nin que debía enviarse a la prensa con las enmiendas hechas de puño y letra por el propio presidente del Gobierno. En ese texto, Negrín suprimió la palabra «secuestrado» y la sustituyó a mano por «Nin»; luego tachó «en Alcalá de Henares» para no dejar pistas sobre el paradero del líder del POUM. Era indudable que Negrín se hallaba hipotecado con Stalin tras enviar a Moscú las cuartas reservas de oro más importantes del mundo: las del Banco de España. Por eso miró hacia otro lado.
Añadiremos que el propio fiscal del caso Nin, Gregorio Peces-Barba del Brío, padre del antiguo comisionado de las víctimas del terrorismo, reconoció abochornado tras la guerra que cuando estaba a punto de esclarecerse la verdad de los hechos, recibió la orden de interrumpir la investigación.
¿Y qué decir de Santiago Carrillo, cuyo mortecino pasado al frente de la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid eclipsa sin duda las ínfulas de demócrata que él mismo y otros partidarios suyos le atribuyen hoy sin recato alguno? Carrillo fue, cuando menos, cómplice de las masacres cometidas en Paracuellos del Jarama; nada hizo por evitarlas y desde luego sólo los ingenuos o malintencionados pueden creer a estas alturas que no tuviese la menor noticia de que cientos de presos eran sacados de las cárceles y fusilados luego al pie de las zanjas excavadas en Paracuellos o Torrejón de Ardoz.
¿Cómo fue posible que un solo hombre –Melchor Rodríguez– acabase con las matanzas en cuanto fue nombrado inspector general de Prisiones y que Carrillo, con mucho más poder e influencia que él, ni siquiera estuviese al corriente de lo que estaba sucediendo en su propia jurisdicción?
Se quiera o no, los terribles sucesos de Paracuellos del Jarama deberían mancillar la conciencia del ex secretario general del PCE por laxa que ésta sea. Eso, por no hablar de la confesión de André Marty al Comité Central del Partido Comunista, el 15 de noviembre de 1937, que le acredita como el asesino de medio millar de interbrigadistas. Con razón ha merecido pasar a la historia con el sobrenombre de «el carnicero de Albacete».
He reservado para el final de estas líneas a otros dos pájaros de mal agüero. El primero, Alfonso Laurencic, el monstruo que ingenió los instrumentos de tortura instalados en las checas de las calles de Vallmajor y Zaragoza, en Barcelona. Numerosos infelices perecieron en la silla eléctrica o sufrieron los tormentos de las celdas-armario o el «metrómetro», un aparato de cuerda semejante a un péndulo que emitía un penetrante y continuo tictac para quebrar la voluntad de los confinados en las asfixiantes mazmorras. Laurencic aún tuvo la desfachatez de afirmar ante el tribunal que «hubiese construido cien checas más».
Hubo también asesinos fatuos y refinados que acabaron con la vida de cientos de inocentes. Agapito García Atadell, al frente de la checa que llevaba su nombre, fue un claro exponente. Su maldad le llevó a huir de Madrid con el botín requisado a sus víctimas, pero el destino reservado a los indeseables como él quiso que fuese detenido y más tarde ahorcado en una cárcel sevillana.
LA LUPA
Y después, la incertidumbre de Nueva York
Después de ser condenado a inhabilitación de once años por un delito de prevaricación, Garzón está a la espera de una sentencia sobre la causa del franquismo y de que el Supremo decida si se queda con el caso de los cobros de Nueva York o no. Al ser inhabilitado, algo que será efectivo el próximo 23, el Supremo podría trasladar el juicio a la Justicia ordinaria, como informaba ayer este periódico, para que decida si Garzón incurrió en un delito de cohecho impropio. Es más, podría acabar ante un jurado popular.
Fuente: LA RAZÓN.es
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