En más de 80 ciudades, por primera vez en la historia
reciente de España, la población sale a la calle a pedir la dimisión de
un gobierno a sólo seis meses de haber ganado las elecciones. Ya no se
protesta contra los recortes salariales, el rescate a los bancos. Ahora
se clama contra el engaño, la farsa, la mentira y la pérdida de
soberanía. Pero la clase política no se da por aludida. La diputada del
Partido Popular Andrea Fabra, hija de una saga familiar franquista,
sintetiza el sentir de sus correligionarios al exclamar una vez
aprobados los recortes: "¡Que se jodan!"
Ahora son muchas las explicaciones para justificar los recortes sociales, las reformas laborales y los planes de austeridad económica. Todas derivan de un tronco común; el argumento es banal. Empresarios, tecnócratas y políticos en turno se han confabulado para contar una mentira y vivir de ella. Para razonar la crisis, apuntalan: "España ha vivido por encima de sus posibilidades, llegó la hora de pagar los excesos". Bajo este principio se han generalizado las justificaciones para el rescate. El PSOE y el PP se tiran los trastos a la cabeza y se acusan mutuamente. El PP ataca al PSOE diciendo que recibió un país en bancarrota y los socialdemócratas le achacan incumplimiento de programa. Los socios menores se suman al carro y piden moderación. Pero todos llegan a la misma conclusión: es la hora de apoquinar con la factura. Lo sensato es no mirar cómo se repartió el gasto.
En tiempos de vacas gordas, apostillan, todos sacan tajada y se dejan llevar por el optimismo, el despilfarro y la opulencia. Si España creció, alguna migaja tocó a los más desfavorecidos, aunque sea de manera indirecta. Hubo subidas salariales, se amplió la cobertura sanitaria, se edificó más vivienda social, se dotó de fondos a la investigación, se otorgaron mejores becas, no se subió el IVA, las pensiones crecieron y se impulsaron obras de infraestructuras. Se construyeron autovías, aeropuertos, tren de alta velocidad, instalaciones deportivas, colegios públicos, universidades. Se potenció el arte y la cultura, y las desigualdades no eran visibles. El neoliberalismo hizo ondear su bandera triunfante bajo la fórmula de la democracia de mercado. Todo funcionada a las mil maravillas. A decir de Aznar, España iba bien, era socio fiable y, desde luego, potencia mundial.
De ellos, nadie pensó en el colapso. Rodríguez Zapatero se resistió a pensar que España entraba en una crisis profunda. Primero negó su existencia y posteriormente acabó hablando de brotes verdes. Mientras duró el festín, nos dicen, las clases medias prosperaron, invertían en bolsa, compraban acciones, casas, apartamentos en la playa, yates, viajaban en primera clase y comían en restaurantes de postín. Se las prometían felices. España pasó a tener un parqué de coches de lujo impensables. Por sus calles se pueden ver Mercedes, Porsche, Audi, Volvo, BMW, Ferrari, 4×4. La alta gama se convirtió en objeto de deseo. Los bancos se frotaron las manos, en medio de la desregulación y sin que nadie les pusiera topes a sus productos; participaron del sarao otorgando créditos a diestro y siniestro. Claro, nadie se podía quedar sin crédito. Hubo ofertas para todos. Los bancos mintieron para captar clientes, sean quienes fuesen.
España es un país donde la cultura de la vivienda en propiedad constituye una razón de Estado. Vivir de alquiler está mal visto. Todos quieren tener un apartamento, y se ahorra para conseguirlo. En ello se fundamenta la especulación inmobiliaria. Mientras los trabajadores gozaban de empleo fijo tenían crédito y podían acceder a la casa de sus sueños. Los migrantes llegados en los años 90 y principios del siglo XXI abrazaron esta cultura y como manera de "progresar" se sumaron al carro de las hipotecas. La oferta de viviendas creció a la par de su demanda. Había para todos. Invertir en el "ladrillo" se consideró opción de ahorro en el medio y largo plazos. Nunca se devaluarían. Con los bancos deseosos de vender productos hipotecarios y conceder préstamos dilatados a 30 y 40 años, la burbuja creció. Mientras hubo trabajo, aunque fuese precario y basura, el globo podía seguir inflándose y las inversiones de riesgo no ser un problema. Si alguien mencionaba que la economía financiera sobre la que se sustentaba era un castillo de naipes, inestable, se le apartaba. Se le tildaba de aguafiestas, gafe o se le ignoraba. Tal vez era un resentido, un ecologista, un antisistema o un izquierdista frustrado. Escucharlo no valía la pena.
Hoy asistimos a una crisis cuya salida no se avizora. Paralizados y con la cartera vacía, nos dicen que son tiempos de vacas flacas, de apretarse el cinturón y asumir las consecuencias del despilfarro. El discurso está en boca de todos, no importa ser peón de la construcción, albañil, trabajador de la minería, empleado de servicios, enfermero, policía o administrativo. El sentimiento de haber vivido por encima de las posibilidades cala y se acepta a regañadientes. Se interioriza, llegó la hora de recuperar la cordura. Por este motivo los primeros recortes se asumieron con resignación. No gustó, pero se vieron como necesarios para salir del agujero. Protestas, huelgas generales durante el gobierno del PSOE y los sindicatos llamando al diálogo social, el compromiso y la defensa de los derechos laborales. En este contexto, el Partido Popular ganó las elecciones señalando que no habría más recortes ni subidas del IVA, ni bajadas salariales, que no se dejaría avasallar por Angela Merkel, la Unión Europea y la troika. Con estos eslóganes logró mayoría parlamentaria y la gente creyó su discurso.
Hoy, el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, se desdice. Caricompunjido dice que “no tiene libertad para hacer lo que quiere, que debe cumplir con la troika y que no le gusta lo que hace”. Lo suyo sería dimitir, por ética política. En esto tiene razón el PSOE, pero no lo plantea sólo el PSOE. Es clamor popular. Inclusive, concejales y senadores del propio Partido Popular han dimitido por vergüenza y reiterando que no era ese su programa.
No estamos ante un discurso y una economía del miedo. El miedo está presente en toda actividad humana. Controlarlo, evitar sentirse atenazado, no ser osados, en eso consiste la valentía. Pero la mentira política nos transporta a otro lugar, nos desarma. Tiene múltiples caras y ninguna es su rostro. Bajo el principio de que si es conveniente mentir al pueblo, Rajoy se mantiene en el poder y reprime, criminalizando la protesta social que lo pone en evidencia. El recurso de la mentira como fórmula política hace que España sufra una profunda crisis de dignidad que afecta a su clase política, a sus instituciones y sus poderes. Si realmente quiere construir una ciudadanía democrática sólo queda purgarla y comenzar una nueva andadura.
Fuente: La Jornada
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Ahora son muchas las explicaciones para justificar los recortes sociales, las reformas laborales y los planes de austeridad económica. Todas derivan de un tronco común; el argumento es banal. Empresarios, tecnócratas y políticos en turno se han confabulado para contar una mentira y vivir de ella. Para razonar la crisis, apuntalan: "España ha vivido por encima de sus posibilidades, llegó la hora de pagar los excesos". Bajo este principio se han generalizado las justificaciones para el rescate. El PSOE y el PP se tiran los trastos a la cabeza y se acusan mutuamente. El PP ataca al PSOE diciendo que recibió un país en bancarrota y los socialdemócratas le achacan incumplimiento de programa. Los socios menores se suman al carro y piden moderación. Pero todos llegan a la misma conclusión: es la hora de apoquinar con la factura. Lo sensato es no mirar cómo se repartió el gasto.
En tiempos de vacas gordas, apostillan, todos sacan tajada y se dejan llevar por el optimismo, el despilfarro y la opulencia. Si España creció, alguna migaja tocó a los más desfavorecidos, aunque sea de manera indirecta. Hubo subidas salariales, se amplió la cobertura sanitaria, se edificó más vivienda social, se dotó de fondos a la investigación, se otorgaron mejores becas, no se subió el IVA, las pensiones crecieron y se impulsaron obras de infraestructuras. Se construyeron autovías, aeropuertos, tren de alta velocidad, instalaciones deportivas, colegios públicos, universidades. Se potenció el arte y la cultura, y las desigualdades no eran visibles. El neoliberalismo hizo ondear su bandera triunfante bajo la fórmula de la democracia de mercado. Todo funcionada a las mil maravillas. A decir de Aznar, España iba bien, era socio fiable y, desde luego, potencia mundial.
De ellos, nadie pensó en el colapso. Rodríguez Zapatero se resistió a pensar que España entraba en una crisis profunda. Primero negó su existencia y posteriormente acabó hablando de brotes verdes. Mientras duró el festín, nos dicen, las clases medias prosperaron, invertían en bolsa, compraban acciones, casas, apartamentos en la playa, yates, viajaban en primera clase y comían en restaurantes de postín. Se las prometían felices. España pasó a tener un parqué de coches de lujo impensables. Por sus calles se pueden ver Mercedes, Porsche, Audi, Volvo, BMW, Ferrari, 4×4. La alta gama se convirtió en objeto de deseo. Los bancos se frotaron las manos, en medio de la desregulación y sin que nadie les pusiera topes a sus productos; participaron del sarao otorgando créditos a diestro y siniestro. Claro, nadie se podía quedar sin crédito. Hubo ofertas para todos. Los bancos mintieron para captar clientes, sean quienes fuesen.
España es un país donde la cultura de la vivienda en propiedad constituye una razón de Estado. Vivir de alquiler está mal visto. Todos quieren tener un apartamento, y se ahorra para conseguirlo. En ello se fundamenta la especulación inmobiliaria. Mientras los trabajadores gozaban de empleo fijo tenían crédito y podían acceder a la casa de sus sueños. Los migrantes llegados en los años 90 y principios del siglo XXI abrazaron esta cultura y como manera de "progresar" se sumaron al carro de las hipotecas. La oferta de viviendas creció a la par de su demanda. Había para todos. Invertir en el "ladrillo" se consideró opción de ahorro en el medio y largo plazos. Nunca se devaluarían. Con los bancos deseosos de vender productos hipotecarios y conceder préstamos dilatados a 30 y 40 años, la burbuja creció. Mientras hubo trabajo, aunque fuese precario y basura, el globo podía seguir inflándose y las inversiones de riesgo no ser un problema. Si alguien mencionaba que la economía financiera sobre la que se sustentaba era un castillo de naipes, inestable, se le apartaba. Se le tildaba de aguafiestas, gafe o se le ignoraba. Tal vez era un resentido, un ecologista, un antisistema o un izquierdista frustrado. Escucharlo no valía la pena.
Hoy asistimos a una crisis cuya salida no se avizora. Paralizados y con la cartera vacía, nos dicen que son tiempos de vacas flacas, de apretarse el cinturón y asumir las consecuencias del despilfarro. El discurso está en boca de todos, no importa ser peón de la construcción, albañil, trabajador de la minería, empleado de servicios, enfermero, policía o administrativo. El sentimiento de haber vivido por encima de las posibilidades cala y se acepta a regañadientes. Se interioriza, llegó la hora de recuperar la cordura. Por este motivo los primeros recortes se asumieron con resignación. No gustó, pero se vieron como necesarios para salir del agujero. Protestas, huelgas generales durante el gobierno del PSOE y los sindicatos llamando al diálogo social, el compromiso y la defensa de los derechos laborales. En este contexto, el Partido Popular ganó las elecciones señalando que no habría más recortes ni subidas del IVA, ni bajadas salariales, que no se dejaría avasallar por Angela Merkel, la Unión Europea y la troika. Con estos eslóganes logró mayoría parlamentaria y la gente creyó su discurso.
Hoy, el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, se desdice. Caricompunjido dice que “no tiene libertad para hacer lo que quiere, que debe cumplir con la troika y que no le gusta lo que hace”. Lo suyo sería dimitir, por ética política. En esto tiene razón el PSOE, pero no lo plantea sólo el PSOE. Es clamor popular. Inclusive, concejales y senadores del propio Partido Popular han dimitido por vergüenza y reiterando que no era ese su programa.
No estamos ante un discurso y una economía del miedo. El miedo está presente en toda actividad humana. Controlarlo, evitar sentirse atenazado, no ser osados, en eso consiste la valentía. Pero la mentira política nos transporta a otro lugar, nos desarma. Tiene múltiples caras y ninguna es su rostro. Bajo el principio de que si es conveniente mentir al pueblo, Rajoy se mantiene en el poder y reprime, criminalizando la protesta social que lo pone en evidencia. El recurso de la mentira como fórmula política hace que España sufra una profunda crisis de dignidad que afecta a su clase política, a sus instituciones y sus poderes. Si realmente quiere construir una ciudadanía democrática sólo queda purgarla y comenzar una nueva andadura.
Fuente: La Jornada
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