El Prado dedica una muestra a la relación entre el pintor y su benefactor Justino de Neve que funciona como un viaje al esplendor del barroco sevillano
Iker Seisdedos
Madrid
23 JUN 2012 - 00:36 CET
La Sevilla barroca, altiva y sensual, monumental y escéptica, abrió ayer sucursal en el Museo del Prado con la muestra Murillo y Justino de Neve. El arte de la amistad.Recuerdos de aquella alianza —profesional, primero; afectuosa, después— entre el mecenas y el mejor pintor de la ciudad en la época (segunda mitad del siglo XVII) se exponen en la pinacoteca desde el martes hasta el 30 de septiembre.
El comisario Gabriele Finaldi, director adjunto del Prado, ha cumplido una vieja y personal aspiración de administrar justicia al Murillo tardío; la ocasión llega, tras una década, justo ahora que en la planta de abajo se hace lo propio con el último Rafael. Para ello ha reunido 17 muestras del arte, exquisito y terrenal, que Neve permitió crear a Murillo para la catedral de la que era canónigo, la Iglesia de Santa María la Blanca, para su propia colección particular y el Hospital de los Venerables, que fundó el benefactor para dar cobijo a “presbíteros enfermos y ancianos”. Hoy, el edificio sevillano es sede de la Fundación Focus Abengoa, colaboradora en la empresa. Allí viajará la muestra en otoño antes de su última parada en la galería Dulwich, en Londres.
El diálogo establecido entre los retratos que el pintor hizo de su amigo y empleador en 1665, año en torno al que echó a andar la relación, y de sí mismo (ese complejo y enigmático autorretrato, prestado por la National Gallery y que Finaldi coloca a la altura del que Velázquez se regaló en Las Meninas) preparan al visitante para la historia de la amistad entre un pintor consagrado y un religioso tan poderoso como amante de las artes.
La sección central del recorrido la protagonizan los cinco grandes lienzos restaurados por María Álvarez-Garcillán en los talleres del museo. La Inmaculada de los Venerables, una de las dos docenas que Murillo pintó después de que el Papa dictase una bula en la que se permitía la devoción por la virgen, contempla absorta —acotada por el marco que perdió a principios del XIX pese a que completaba en relieve la historia— las monumentales alegorías de la construcción de la iglesia de Santa María la Mayor allí donde una nevada sorprendió a los romanos un cinco de agosto.
Las sorpresas se han reservado esta vez para el final. Un cuadro “nunca visto en público”, un San Pedro penitente desembalado en la madrugada de ayer, es la joya inesperada de la muestra. Finaldi, como el resto de los obsesionados por Murillo, conocían de su existencia por el célebre catálogo razonado de Diego Angulo, que dio cuenta del cuadro a través de una fotografía. Han sido años de pesquisas para dar con el coleccionista británico (la inscripción “entonces cayó en la cuenta y rompió a llorar” tallada en inglés delataba su procedencia) y convencerle del préstamo.
La joya luce al fin en las tres dimensiones acompañada de una suerte de gabinetes de curiosidades de Murillo, procedentes de la colección particular de Neve, a cuya muerte, según delata un inventario de 1685, poseía 18 piezas de Murillo. Entre ellas, una miniatura recientemente descubierta (toda una rareza que, dice la cartela, pertenece a la galería Caylus) y tres pinturas hechas sobre obsidiana, material vítreo de procedencia mexicana raramente empleado.
Fuente: EL PAÍS.com
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