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jueves, 29 de diciembre de 2011

Tesoros españoles bajo el mar

TRIBUNA: IGNACIO ARROYO


¿A quién pertenecen los restos naufragados, a los antiguos dueños o a los rescatadores? ¿Quién resuelve la controversia? ¿Existe una solución universalmente aceptada? Preguntas sencillas que exigen respuestas complejas


IGNACIO ARROYO 29/12/2011
La acertada política española con relación a la protección del patrimonio cultural subacuático está de enhorabuena. Recientemente se han producido unas decisiones judiciales que ayudan a despejar tres cuestiones fundamentales. ¿A quién pertenecen los restos naufragados, a los antiguos dueños o a los rescatadores? ¿Quién resuelve la controversia? ¿Existe una solución universalmente aceptada?
La sentencia confirma que los buques de Estado gozan de inmunidad soberana
Los litigios se han ventilado siempre ante la jurisdicción de EE UU, pese a no estar en sus aguas
Preguntas tan sencillas exigen respuestas ciertamente complejas. Pero la sociedad de la información impone sus criterios de brevedad, a riesgo de incurrir en simplificaciones peligrosas.

Las reflexiones que siguen vienen al caso de una información general ya pasada y de otra reciente más concreta, pero una no se explica sin la otra. Me refiero a la vigencia del convenio internacional que protege el patrimonio cultural sumergido y a las recientes sentencias judiciales norteamericanas dictadas con ocasión del medio millón de monedas de oro recuperadas del fondo del mar y halladas entre los restos de la fragata española Nuestra Señora de las Mercedes.

La comunidad internacional es consciente de la importancia del problema y ha tomado cartas en el asunto. Tras varios lustros de negociación, gracias a los auspicios de la Unesco, se firmó en París, el 2 de noviembre de 2001, el Convenio Internacional sobre Protección del Patrimonio Cultural Subacuático. El Tratado establece un régimen legal uniforme para que todos los Estados, adoptando los mismos criterios, eviten que las disparidades nacionales pongan en peligro el objetivo principal, y pacíficamente compartido, de garantizar y fortalecer la protección del patrimonio cultural sumergido.

La disciplina desgrana un conjunto de instrumentos que van desde la imprescindible cooperación entre los Estados hasta el acceso responsable del público, pasando por la preservación in situ, el empleo de medios propios de la arqueología submarina, la prohibición de la explotación comercial y el respeto de la inmunidad soberana de los buques y aeronaves de Estado. También trata de la legitimación de los distintos Estados interesados; a saber, el Estado ribereño, del pabellón, de la nacionalidad de los titulares y el de la nacionalidad de los halladores o salvadores. Facultades que varían según el lugar donde se encuentren los pecios: aguas interiores, mar territorial, zona contigua, zona económica exclusiva y plataforma continental o la alta mar. Combinación de factores que hacen harto compleja la disciplina.

La Convención se aprobó con 87 votos a favor, 4 en contra y 15 abstenciones, entró en vigor el 2 de enero de 2009, tras la ratificación de 20 Estados, y España la incorporó al derecho interno el 5 de marzo de 2009. Países tan importantes como Italia y Croacia, la han ratificado, pero Reino Unido, Francia y Alemania no. Estados Unidos ha manifestado su oposición por motivos técnicos, principalmente por la ambigüedad sobre la inmunidad de buques de Estado y porque en el momento de la firma no era miembro de la Unesco. En todo caso, sigue aumentando el número de países que la incorporan a su ordenamiento. Lo que ayuda a la consolidación progresiva del denominado derecho débil (soft law) y termina por convertirse en costumbre internacional, obligatoria entonces para los Estados no ratificantes.

Desde ese contexto general, vale la pena detenerse en las recientes sentencias de la Corte de Apelación del Circuito 11 de EE UU, fechadas el 21 de setiembre de 2011 y ratificadas por otra de 29 de noviembre, no solo porque dan la razón al Reino de España contra la empresa norteamericana de rescates Odyssey, en el famoso caso del navío Nuestra Señora de las Mercedes, sino también porque ayudan a comprender mejor algunos aspectos de los interrogantes anteriores.

El buque se hundió en 1804 y parte de sus restos han sido recuperados en aguas internacionales cercanas al estrecho de Gibraltar, a una profundidad de 1.100 metros. Concretamente, 594.000 monedas de oro y plata y diversos pecios de valor cultural e histórico, como cañones, aparejo y otros cargamentos. Los expertos discuten el valor económico, entre 400 y 500 millones de euros. Pero al margen del valor venal y numismático, pues son monedas acuñadas en Lima en 1796, bajo el reinado de Carlos IV, tan admirablemente retratado por Goya, nadie pone en duda su valor cultural e histórico. Las monedas han permanecido intactas en el fondo marino durante más de 200 años.

El Reino de España se ha enfrentado, por un lado, a la empresa salvadora que alega el derecho marítimo norteamericano sobre hallazgos y salvamento (first came first served), según el cual los bienes abandonados y salvados pertenecen al salvador. Por otro lado, a 25 personas individuales, que sostienen ser herederos de los propietarios del cargamento. Y también ha intervenido el Gobierno de Perú, reclamando la propiedad soberana, pues el cargamento se fabricó en su territorio y por sus ciudadanos.

Los jueces federales norteamericanos, primero la Corte de Distrito de Tampa, Florida y ahora la Corte de Apelación, han dado la razón a España, reconociéndole tanto la propiedad de los pecios como del cargamento. Sin embargo, Odyssey ha anunciado un último recurso ante el Tribunal Supremo. Mas son pocas las posibilidades de éxito porque, a diferencia de nuestro sistema judicial, la casación debe ser autorizada por el mismo tribunal recurrido, y lo hace si tiene dudas sobre su propio pronunciamiento. Y, además, conviene recordar que superado ese filtro, solo prospera un centenar de los 5.000 recursos anuales que aproximadamente se formulan ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

No se trata de echar las campanas al vuelo, pero la noticia es buena para España y para el interés general porque viene a corroborar la doctrina anteriormente sentada en los casos La Galga de Andalucía y La Juno, fragatas españolas hundidas en 1750 y 1802 con toda su tripulación a bordo, y cuyos restos fueron rescatados en aguas que bañan el Estado de Virginia. En ambos casos, la sentencia fue inicialmente favorable a la empresa privada norteamericana (Sea Hunt), al entender que España había abandonado los restos, pero revocada por la Corte Federal del Cuarto Circuito porque las dos fragatas eran buques de la Armada y, por tanto, gozaban de inmunidad soberana. Y en ningún caso, España había hecho declaración expresa de abandono. Los derechos de salvamento fueron igualmente rechazados pues resultan improcedentes al tratarse de restos de vidas humanas. El Tribunal Supremo no admitió el recurso, zanjando definitivamente la propiedad a favor del Reino de España.

La doctrina sentada en los casos Mercedes, Galga y Juno, confirma que los buques de Estado gozan de inmunidad soberana y, por tanto, el Estado del pabellón conserva la propiedad, salvo que se demuestre que ha renunciado expresamente.

Pero al experto le llaman más la atención tres aspectos no menos relevantes.

Primero, que estos litigios se han ventilado siempre ante la jurisdicción norteamericana. Comprensible cuando los restos se encuentran en aguas bajo su jurisdicción soberana, pero sorprendente cuando se encuentran en aguas internacionales, o en aguas de otro Estado ribereño y los restos y sus reclamantes no son todos de nacionalidad norteamericana.

Segundo, que no siendo EE UU parte del Convenio de la Unesco, la sentencia corrobora los mismos principios, acercando el derecho marítimo norteamericano al derecho marítimo internacional.

Y tercero, feliz coincidencia, porque lo que de verdad se ha discutido no es tanto la protección del patrimonio cultural subacuático sino la inmunidad soberana. Es decir, que los llamados "intereses del Estado" se imponen a los "intereses del privado".

Pero la cuestión de fondo, más allá del Convenio y de la jurisprudencia, sigue siendo la misma: ¿por qué debemos dar al Estado, y excluir al privado, el monopolio exclusivo de la protección del patrimonio cultural subacuático? ¿Por qué esta manía de identificar interés general con titularidad pública o estatal? ¿Acaso una bien dotada fundación privada no puede proteger mejor, determinados bienes culturales, que un desvencijado museo municipal?

Ignacio Arroyo Martínez es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la Asociación Española de Derecho Marítimo.
Fuente: EL PAÍS.com

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