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martes, 29 de noviembre de 2011

Díez y Durán antes que los banqueros

Reformar el sistema electoral es una reivindicación que debería ser atendida

28 NOV 2011 - 18:50 CET
Que nuestra ley electoral necesita una revisión no es ninguna novedad. Lo que es nuevo es que dicha revisión, dada la victoria del PP, vaya a quedar en el baúl de los recuerdos tras el 20-N, justamente después de una legislatura marcada por la insatisfacción generalizada hacia nuestra clase política (tercer problema que más preocupa a los españoles después del paro y la economía) y el movimiento de los indignados, que tantas simpatías ha cosechado. La renovación de la vida política, la representatividad de las instituciones y el sistema electoral eran algunas de las reivindicaciones de este movimiento que solo atienden ahora las formaciones que como UPyD, IU o Equo salen perjudicadas en el reparto de escaños y, por tanto, no tienen ninguna posibilidad de abrir el debate.

La proporcionalidad de los votos es la base de la democracia: un ciudadano, un voto. Nuestro sistema transgrede tal principio exageradamente. Mientras que cada escaño de UPyD ha necesitado casi 230.000 votos, el PP solo ha requerido 58.230 y Amaiur, 47.661. Visto desde otro ángulo, al único diputado socialista por Soria salido del 20-N solo ha obtenido 16.058 votos. Los 10 de Madrid, 87.504 cada uno.

Puede, sin embargo, que no sea una mala idea incorporar ciertos correctivos para promover legislaturas estables y dar voz a los territorios menos poblados y periféricos. El sistema D’Hont se aplica en una treintena de países porque evita la excesiva fragmentación de los Parlamentos y los problemas de gobernabilidad. En España se suma, sin embargo, otro elemento mucho más distorsionador (la circunscripción provincial) que favorece con exceso a los partidos con alta concentración territorial de votantes, lo que tendría sentido en un país tan descentralizado como este si no fuera porque ya se dispone de Gobiernos y Parlamentos autónomos, además del Senado. Esta Cámara alta, por cierto, de importante representación territorial, cuesta 55 millones de euros anuales y su reforma, cuando no su desaparición, es una reivindicación que debería ser atendida. De su escasa relevancia tal como está hoy concebida da fe el mínimo interés que suscita su composición. De la necesidad de su reforma hablan también las urnas: se han disparado esta vez los votos para el Senado en blanco (1,26 millones; el 5,3% del total) y nulos (más de 900.000; el 3,71%).

De los dos grandes, solo el Partido Socialista ha mencionado en la campaña electoral alguna reforma del sistema, pero establecer listas abiertas, aun suponiendo una mejora de la representatividad política, no tiene el calado suficiente para la regeneración que se desea. Cambiar las reglas para el reparto de escaños o reformar el Senado tampoco sería la panacea, pero abriría una vía importante de regeneración en una democracia que como la española empieza a ofrecer síntomas de rigidez y partitocracia.

Es síntoma de rigidez la incapacidad para pactar un cambio de la Constitución que no sea por el procedimiento abreviado como ha ocurrido recientemente con el techo para los déficits públicos. La sucesión de la Corona, eliminado la extemporánea preferencia del varón, y la remodelación del Senado son las reivindicaciones más demandadas desde que hace 33 años se aprobó la Carta Magna.

De la partitocracia hay abundantes señales. Las más obvias son los sistemas cerrados y casi siempre por aclamación mediante los cuales los partidos encumbran a sus líderes y la numantina resistencia de las grandes formaciones a perder los privilegios que les otorga un reparto de escaños evidentemente injusto. Porque la distancia que hoy castiga en escaños al PSOE frente al PP puede volverse en su favor en los próximos comicios y viceversa. Los partidos se aferran al poder conquistado y rechazan también la posibilidad de perder puestos de trabajo en los que colocar a los suyos, bien sea en las Diputaciones, bien en el Senado, bien en las Administraciones autonómicas.

En tales reformas tienen, además, los nuevos gobernantes una panoplia de posibilidades para aplicar sus planes de austeridad. Pero su necesidad no deviene de la mera coyuntura económica, sino de la imperiosa urgencia de profundizar en nuestros modos democráticos y de devolver a los ciudadanos su afecto por la política.
Fuente: EL PAÍS.com

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