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domingo, 30 de octubre de 2011

Los cadáveres más buscados también son incómodos

ANÁLISIS

El exhibicionismo en la muerte del tirano se combina con curiosas dosis de censura.- CeAucescu, Gadafi y Bin Laden comparten algo más que su fin
 
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Subdirectora de EL PAÍS
 
Los rebeldes rumanos se tomaron la molestia, en su lucha contrarreloj por finiquitar a Nicolae Ceaucescu antes de que les cazara la temible Securitate, de celebrar y filmar un juicio sumario en el que el dictador y su esposa escucharon la infinidad de cargos sin posibilidad alguna de defenderse. No eran tiempos de móviles, ni cámaras, ni youtube. La tecnología aún no se había adaptado a nuestra necesidad casi fisiológica de contar a los demás todo lo que está pasando en tiempo real. Y los periodistas aún teníamos que luchar a golpe de propinas, colonias o maquillaje para lograr un télex en algún rincón escondido del hotel y retransmitir lo que veíamos. Pero verán que, tecnologías aparte, hay algo que se repite de forma ineludible cuando de acabar con tiranos se trata: y es el exhibicionismo con curiosas dosis de censura.

En aquella fría Navidad de 1989, unas imágenes de la pareja dictatorial perpleja ante sus improvisados jueces bastaron para colocar a los rumanos y al mundo entero ante el televisor. El suspense generado cuando ambos fueron condenados y se produjo el corte en la emisión puede asemejarse a los que provocaban las películas censuradas durante el franquismo cuando llegaba el beso que iba a ser invisible. Lo siguiente en la pantalla, tras un salto abismal, fue la imagen de ambos cadáveres ensangrentados en el suelo, fríos para siempre dentro de sus cálidas pieles, ejecutados por sus crímenes. Tardamos mucho en ver la sesión completa del juicio en youtube y los detalles más sorprendentes de esa ejecución: cómo un soldado les ata las manos a la espalda con una vulgar cuerda de esparto o cómo, ya muertos, un supuesto médico con bata y estetoscopio les mete los dedos en los ojos y les encuentra la carótida bajo los ropajes de astracán para verificar su muerte.

En Libia, todo ha sido aparentemente más salvaje. No ha habido médicos ni batas blancas, no ha habido juicios ni gritos, pero los vencedores han grabado la pulverización del dictador (pueden verse aquí los vídeos) con ánimo casi forense, conscientes de que grabarlo era enseñarlo y enseñarlo era vencer, demostrar la victoria y avisar a sus secuaces de la suerte que les puede deparar. Lo narra aquí magistralmente José María Ridao, que recoge cómo el tiranicida se arroga el derecho de decidir sobre la vida de otro frente al derecho de quien se mantuvo pasivo ante el malvado.

Los rebeldes rumanos emplearon jueces, uniformados, actas, médico y pelotón. Los combatientes libios cambiaron la acusación formal en el banquillo por un grito -"Misrata"- que resumía las torturas que infligió el dictador. Y en ambos casos, curiosamente, la exhibición de la victoria se ha visto contenida, en medio de la barbarie, por la censura del momento exacto de la ejecución. ¿Es por respeto al último momento? ¿O por deseo de proteger a quien dio el tiro de gracia? Queremos pensar lo primero, nos tememos lo segundo.

La muerte de Gadafi nos lleva a otra, la de Bin Laden, liquidado por agentes de Estados Unidos en una de esas operaciones que pone a la palabra "legalidad" en estado de alerta. Su rápida sepultura en el mar tenía como objeto: 1) evitar debates de cuerpo presente y 2) evitar un lugar de peregrinaje que contribuyera a la mitificación del héroe antioccidental. El entierro de Gadafi en un lugar desconocido del desierto persigue el mismo fin, igual que hace 20 años el consejo rumano de transición logró mantener en secreto el escenario del entierro de la pareja Ceaucescu.
En todos los casos, tras lograr la muerte llega la incomodidad: ¿Qué hacer con el cadáver?
Semanas después de aquella ejecución, quienes estábamos en Bucarest escuchamos el rumor que corrió como la pólvora: el conducator y su esposa habían sido enterrados a escondidas en un cementerio de la capital. Acudimos. La tierra estaba fresca sobre las dos tumbas a la que empezaron a peregrinar algunos curiosos. Y, 20 años después, los análisis de ADN confirmaron que así era.

Pero conocer la tumba del dictador nunca sirvió para convertirle en mártir, como tampoco seguramente Gadafi será honrado como héroe por mucho que se descubra el lugar del desierto en el que está enterrado.

Y es que la tecnología de ambas épocas es distinta. Los métodos, muy diferentes. Pero la muerte del tirano, su exhibición y la posterior incomodidad que causa el cadáver no son los únicos puntos en común: el calor del pueblo que aclamaba a Gadafi se desvanecerá seguramente con la misma rapidez que las palmas rítmicas que saludaban a Ceaucescu en el Comité Central.

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