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Por primera vez, parece que el fin de ETA ha comenzado. El comunicado emitido el jueves pasado, a pesar de su indeterminación, contiene dos afirmaciones que lo diferencian de cualquiera de los comunicados anteriores en ocasión de sus famosas treguas.
En primer lugar, ETA decide "el cese definitivo de su actividad armada", una decisión nunca empleada con anterioridad. En segundo lugar, propone a los gobiernos de España y Francia abrir un diálogo con el objetivo de resolver "las consecuencias del conflicto". Aunque no sea claro el significado de estas palabras, se trata de un lenguaje muy distinto al de las "condiciones políticas" previas, alcanzadas mediante negociación, cuya necesidad era exigida en otras ocasiones para dejar las armas.
Sin embargo, el ambiguo preámbulo del comunicado contiene una frase inquietante: "El reconocimiento de Euskal Herria y el respeto a la voluntad popular deben prevalecer sobre la imposición". Nadie, ni Francia ni España, impone nada: se trata de dos estados en los que deciden instituciones democráticas. En la terminología etarra, el reconocimiento de Euskal Herria significa la anexión de Navarra y los territorios franceses contiguos a Euskadi: eso sí que sería una imposición. Por su parte, el "respeto a la voluntad popular" evoca un derecho a la autodeterminación que ni las legislaciones española o francesa, ni tampoco el derecho internacional, reconoce en supuestos semejantes.
Así pues, aunque la frase no es clara, tampoco es tan explícita como en treguas anteriores en las que se reclamaba previamente, para no volver a la violencia armada, el reconocimiento de Euskal Herria y la autodeterminación. En este caso parece que se trata sólo de un recurso retórico. Por tanto, aunque la cuestión terrorista no acabará hasta la entrega de las armas y la disolución de ETA, su comunicado es un paso positivo, incluso muy positivo: una victoria de la democracia y una derrota del totalitarismo.
¿Cómo se ha llegado a esto? Tras numerosos errores en la lucha antiterrorista, el motor que ha conducido a la actual situación comenzó a fraguarse a finales de los años noventa por el empuje de diversos sectores de la sociedad vasca que decidieron sobreponerse al miedo. Primero fue el Foro de Ermua, le siguió el grupo Basta Ya y, finalmente, las diversas asociaciones de víctimas.
El miedo, en efecto, ha sido el objetivo de ETA. Los atentados terroristas, con su secuela de muertos, heridos, secuestros, extorsiones, amenazas y violencia callejera, no eran una finalidad sino sólo un siniestro instrumento para infundir miedo a la población y mantenerla callada. Todo movimiento totalitario utiliza estos métodos; el nazismo es un claro ejemplo. Una vez instalado el miedo desaparece la libertad y se abre paso a una manipulación de los individuos que anula a la democracia. Esto es lo que ETA ha pretendido en estos largos años de dolor. Enfrentarse al miedo en plena calle, exhibiendo rostros, nombres y apellidos, era arriesgado, en ocasiones heroico, pero imprescindible.
El paso siguiente fue el pacto Antiterrorista firmado por el PSOE y el PP. El núcleo central de dicho pacto fue el acuerdo en utilizar en la lucha antiterrorista únicamente los instrumentos que permite el Estado de derecho: un giro de ciento ochenta grados tanto respecto a la estrategia de los GAL como a la ingenua o interesada política del diálogo. En este punto, la aprobación de la ley de Partidos fue crucial. El delito de pertenencia a asociaciones políticas ilícitas no resultaba suficiente y se reforzó el Estado de derecho mediante una nueva ley de partidos.
Combinando la vía penal y la vía política, se consiguió que los jueces ilegalizaran Batasuna y se impidió su participación en las instituciones públicas. La confirmación judicial de la teoría del juez Garzón según la cual ETA no sólo era la estricta banda armada sino también todo su entorno de colaboradores, entre ellos muchos cargos políticos, que la amparaban y financiaban, acabó de cerrar el círculo. Al amparo de nuevas leyes, o de una reinterpretación de las antiguas, la actuación de las fuerzas de seguridad y de los jueces y fiscales, tanto del País Vasco como de la Audiencia Nacional, ha sido tan abnegada y admirable como efectiva: la auténtica clave para llegar adonde ahora estamos.
Sin Batasuna en sus distintas versiones como brazo político, en competencia electoral con Aralar –pionera de la izquierda abertzale en condenar la violencia– que le iba arañando votos, con sentimientos crecientes en la sociedad vasca de solidaridad con las víctimas y, durante los últimos años, con un PNV sin Arzalluz ni Ibarretxe y con un lehendakari socialista apoyado por el PP en un gobierno que ha sido el mayor logro de aquellos sectores que empezaron a perder el miedo hace quince años, una muy debilitada ETA se ha dado de bruces con la realidad y, acorralada, su rama política ha persuadido a su rama militar que optara por una vía nueva y distinta que le permita salir del atolladero. Si las cosas no se tuercen, esperemos que este sea el principio del fin.
Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
En primer lugar, ETA decide "el cese definitivo de su actividad armada", una decisión nunca empleada con anterioridad. En segundo lugar, propone a los gobiernos de España y Francia abrir un diálogo con el objetivo de resolver "las consecuencias del conflicto". Aunque no sea claro el significado de estas palabras, se trata de un lenguaje muy distinto al de las "condiciones políticas" previas, alcanzadas mediante negociación, cuya necesidad era exigida en otras ocasiones para dejar las armas.
Sin embargo, el ambiguo preámbulo del comunicado contiene una frase inquietante: "El reconocimiento de Euskal Herria y el respeto a la voluntad popular deben prevalecer sobre la imposición". Nadie, ni Francia ni España, impone nada: se trata de dos estados en los que deciden instituciones democráticas. En la terminología etarra, el reconocimiento de Euskal Herria significa la anexión de Navarra y los territorios franceses contiguos a Euskadi: eso sí que sería una imposición. Por su parte, el "respeto a la voluntad popular" evoca un derecho a la autodeterminación que ni las legislaciones española o francesa, ni tampoco el derecho internacional, reconoce en supuestos semejantes.
Así pues, aunque la frase no es clara, tampoco es tan explícita como en treguas anteriores en las que se reclamaba previamente, para no volver a la violencia armada, el reconocimiento de Euskal Herria y la autodeterminación. En este caso parece que se trata sólo de un recurso retórico. Por tanto, aunque la cuestión terrorista no acabará hasta la entrega de las armas y la disolución de ETA, su comunicado es un paso positivo, incluso muy positivo: una victoria de la democracia y una derrota del totalitarismo.
¿Cómo se ha llegado a esto? Tras numerosos errores en la lucha antiterrorista, el motor que ha conducido a la actual situación comenzó a fraguarse a finales de los años noventa por el empuje de diversos sectores de la sociedad vasca que decidieron sobreponerse al miedo. Primero fue el Foro de Ermua, le siguió el grupo Basta Ya y, finalmente, las diversas asociaciones de víctimas.
El miedo, en efecto, ha sido el objetivo de ETA. Los atentados terroristas, con su secuela de muertos, heridos, secuestros, extorsiones, amenazas y violencia callejera, no eran una finalidad sino sólo un siniestro instrumento para infundir miedo a la población y mantenerla callada. Todo movimiento totalitario utiliza estos métodos; el nazismo es un claro ejemplo. Una vez instalado el miedo desaparece la libertad y se abre paso a una manipulación de los individuos que anula a la democracia. Esto es lo que ETA ha pretendido en estos largos años de dolor. Enfrentarse al miedo en plena calle, exhibiendo rostros, nombres y apellidos, era arriesgado, en ocasiones heroico, pero imprescindible.
El paso siguiente fue el pacto Antiterrorista firmado por el PSOE y el PP. El núcleo central de dicho pacto fue el acuerdo en utilizar en la lucha antiterrorista únicamente los instrumentos que permite el Estado de derecho: un giro de ciento ochenta grados tanto respecto a la estrategia de los GAL como a la ingenua o interesada política del diálogo. En este punto, la aprobación de la ley de Partidos fue crucial. El delito de pertenencia a asociaciones políticas ilícitas no resultaba suficiente y se reforzó el Estado de derecho mediante una nueva ley de partidos.
Combinando la vía penal y la vía política, se consiguió que los jueces ilegalizaran Batasuna y se impidió su participación en las instituciones públicas. La confirmación judicial de la teoría del juez Garzón según la cual ETA no sólo era la estricta banda armada sino también todo su entorno de colaboradores, entre ellos muchos cargos políticos, que la amparaban y financiaban, acabó de cerrar el círculo. Al amparo de nuevas leyes, o de una reinterpretación de las antiguas, la actuación de las fuerzas de seguridad y de los jueces y fiscales, tanto del País Vasco como de la Audiencia Nacional, ha sido tan abnegada y admirable como efectiva: la auténtica clave para llegar adonde ahora estamos.
Sin Batasuna en sus distintas versiones como brazo político, en competencia electoral con Aralar –pionera de la izquierda abertzale en condenar la violencia– que le iba arañando votos, con sentimientos crecientes en la sociedad vasca de solidaridad con las víctimas y, durante los últimos años, con un PNV sin Arzalluz ni Ibarretxe y con un lehendakari socialista apoyado por el PP en un gobierno que ha sido el mayor logro de aquellos sectores que empezaron a perder el miedo hace quince años, una muy debilitada ETA se ha dado de bruces con la realidad y, acorralada, su rama política ha persuadido a su rama militar que optara por una vía nueva y distinta que le permita salir del atolladero. Si las cosas no se tuercen, esperemos que este sea el principio del fin.
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