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- Sábado 13 de Agosto de 2011 09:20 PES
Algunos cafés y tertulias en el Madrid posfranquista |
Octavio Colis
Además de los ya nombrados en la entrega anterior, trabajaban en aquel sótano de El Periódico: Nativel Preciado (de la que se enamoraba todo el mundo y a la que siempre relacionaré con el poeta gallego Carlos Oroza, quien le escribía poemas a finales de los años 60 y los recitaba subido en las mesas del Café Gijón ante mis juveniles ojos atónitos), Manuel Sanabria (Norberto, Tito, Gómez), José Luis López, Elsa Pontvianne, José Ángel Esteban, Moncho Alpuente (siempre él, afortunadamente en todas partes), Benito Román, Perico González (el único interesante de la sección deportiva), y otros, con los que hice grupo compacto en ese lugar tan peculiarmente heteróclito, falso y divertido, en el que me pasaba el día trabajando.
De los sucesivos directores y redactores jefes que tuve durante los escasos dos años que duró la publicación sólo recuerdo para bien, para muy bien, a Miguel Ángel Bastenier, quien tuvo que afrontar ser el último director y las consiguientes tensiones con la plantilla. Sus conocimientos en política internacional y sus artículos están hoy para mí entre los mejores que pueden leerse en la prensa mundial. En ese edificio de la calle Potosí (en Barcelona estaba la muy honorable redacción de la calle Rocafort, de la que la nuestra de Madrid era notable excrecencia), además de la del periódico, estaba la redacción del motor y buque insignia de Z: Interviú, y también las de las otras publicaciones de relleno con las que la empresa hacía dinero fácil, tan fácilmente como lo perdía con El Periódico de Madrid, según nos comunicaron cuando decidieron cerrarlo y quedarse sólo con el de Cataluña. En ese emporio del periodismo como show business, en el que el culo tenía sección fija, había gente muy profesional que supongo hacían lo que podían con los antojos de Asensio, muy antojadizo. Entre ellos José Luis Morales e Ignacio Fontes. Ambos muy buenos profesionales, y muy diferentes. Con José Luis trabajé años más tarde en un proyecto común (del que prefiero no acordarme), y con Ignacio he coincidido en algunos grupos, colaboraciones y asuntos, aunque muy poco, y hoy trabajaría o charlaría con él en y de lo que fuera por el solo placer de hacerlo (y por aprender, que nunca es tarde si siempre lo es).
Durante el tiempo que escribí y dibujé en el periódico de Z en Madrid, abrieron unos cuantos cafés en los que se celebraban tertulias y actuaciones indispensables para el reconocimiento hoy de la modernidad posfranquista madrileña. De todos ellos di referencia en nuestra (de Cómplice) columna “El día por delante”. El barrio de Malasaña, y especialmente la calle San Vicente Ferrer, acogió a los que me son más queridos: obviamente el Café Estar, al que llegamos por Jesús Aparicio que estaba harto del Comercial y había encontrado, según nos dijo, el lugar en el que pasaríamos el resto de nuestras vidas porque el café era bueno y el alcohol no era de garrafón, el ambiente encantador porque el dueño era encantador (Pedro Sahuquillo), la música ambiental permitía charlar y, por fin: los camareros no eran escritores o artistas frustrados, cosa muy habitual en los cafés de ambiente cultural en Madrid (especialmente en el Gijón, Lyon y Comercial). Aunque si no hubiera sido así, como Jesús lo describía, hubiéramos ido allí de igual forma, porque a Jesús no había quien le discutiera sus elecciones de lugar. Por lo suyo… de su carácter, tan nombrado y añorado ahora por nosotros, sus amigos. A la vez que el de Sahuquillo abrieron Juan Mantrana y su socio el Café Manuela (conocido indistintamente como “el” o “la” Manuela) y algún tiempo antes, en la calle Andrés Borrego, lo había hecho La Aurora. Y en la parte castiza del Madrid tradicional o de Los Austrias, abrieron Enrique Cavestany y sus socios el inimitable lugar que todo el mundo que se precie y diga fue coprotagonista y conocedor del Madrid de aquellos días tuvo que frecuentar asiduamente: La Mandrágora. Pero si todos los que dicen haber pasado por aquel lugar de La Cava Baja diariamente hubieran estado al menos una sola vez, hubieran consumido algo y lo hubieran pagado, habría sido un éxito económico, cosa que no resultó así, para desgracia de sus promotores durante el tiempo que permaneció abierto el lugar, apenas cuatro años. En fin, no hay que hacer caso de todos los que afirmen estuvieron allí muchas veces, ni hay que tomárselo en consideración, es un síndrome muy contagioso.
En La Mandrágora se reunieron y actuaron gran parte de los artistas e intelectuales (y varios) del emergente espíritu creativo y cavilante del Madrid posfranquista. Actores, artistas visuales, músicos y cantautores, periodistas, poetas, escritores, otros inclasificables, osos mañosos (artistas multidisciplinares los llama tranquilamente Manuel López) y, hasta prestidigitadores, como Juan Tamariz, Pepe Franco (conocido más tarde como Pepe Carroll), Ignacio Brieva, Salvador, Pepe Regueira y, en su vejez, también actuó allí excepcionalmente el maestro de todos ellos: Fracson. Aunque con el paso del tiempo La Mandrágora parece ser recordada sólo por la música de los tres cantautores (Pérez, Krahe y Sabina), en aquel sótano actuaron también grupos de teatro como Inutensilios Varios; o grupos raros, como Zarpa, que llevaban máscaras de la isla de Java y que protagonizaban strepteases; o se reunían esotéricos que llevaba Juan García Atienza: Enrique de Vicente, Fernando Ruiz de la Puerta, Javier Ruiz, Jiménez del Oso; o actuantes del cabaret gay de Carlos Patiño: En algún lugar te espero; o del mucho más gay Teatro Real de Sevilla que interpretaban Rareza Sevillana; hasta actuó un faquir, Rhama Khan… Y ya veo que si sigo por este camino me va a salir sin remedio una larga relación como de tractatus consuetudinibus movidae madragorensis, y no se me ocurre la forma de evitarlo y, por excusarme, trato de pensar que quizá pueda servir para algo. Consulto a Enrius y él me guía, siempre lo hace, aunque advirtiéndose también, como yo mismo me advierto, del riesgo de olvidarnos de alguien, incluso de los que no nos querríamos olvidar. Y por ello decidimos finalmente señalar que nombraré sólo a algunos de los que allí actuaron. Aunque para mí La Mandrágora no sólo la constituyeron sus actuantes, de hecho recuerdo a la mayoría de ellos cuando van apareciendo en la lista, sino los espectadores. Los más conspicuos se convertirían en parte esencial del lugar, ya que los actuantes eran sustituidos siempre por otros, pero ellos no, porque eran insustituibles. El primero que me viene a la cabeza, y bien puede representarlos a todos, es Joseche Díaz Pastor, con el que vivimos entonces, después y ahora, momentos inolvidables, y también Carmen Atienza, una rara avis, de esas que sólo dice cosas agradables cuando te la encuentras. Dos indispensables del grupo de “las buenas personas de Miguel Tomás Valiente” por los que merece la pena que hubiesen existido esos lugares en los que los encontramos. También acudieron princesas de cera y príncipes desencantados, pesados y aprovechados, fingidores y trepas, algunos tuvieron éxito y a otros se los llevó el tiempo, la heroína o el fracaso; mujeres encantadoras que no nombraré y otras desencantadas que se consumieron poco a poco sin conseguir retener lo que más querían, aunque lo que más querían fueran exitosos picaflores ripiosos; jovencitos que se asomaban a la montaña mágica y resbalaban o no, que se estrellaban o huían. Miradas, roces, aventuras, desengaños, en La Mandrágora, como en cualquier parte. Enrique, con sus socios, Ricardo, Ángel, y Manolo, abrieron el local en diciembre de 1978, y enseguida lo tuvieron lleno. La imagen corporativa de La Mandrágora la hizo Alberto Corazón y nada más entrar en el local, en las paredes de la parte de arriba, lucían dos enormes batik en bastidor de Justo Barboza. Al fondo, tras la barra y la escalera que conducía a la cava, había una pequeña sala de exposiciones (en la que expusimos alguna vez Enrique, Pepe Mateo Más o yo, entre otros), y una cocina de la que salían sabrosos platillos para cenar (recuerdo especialmente las lentejas) y, a veces, también aparecían la preciosa sonrisa de Begoña -que siempre tenía que marcharse enseguida a cuidar de los niños Juan, Tomás y Gabi, los hijos Cavestany Sánchez-, o la no menos amable y afanosa sonrisa de Piluca. Algunos domingos, los magos de Tamariz prestidigitaban en familia para los hijos de todos nosotros. Este tipo de actuaciones y otras similares eran propiciadas por Enrius que ha sido siempre muy familiar en el trato con sus amistades. Yo también creo que no hay por qué conformarse con la familia del Damocles Genético ya que la verdadera familia hay que conformarla a través de la vida de cada uno. ¿Y el municipio?, pregunta Miguel Ángel Benito, que está un poco harto de esta lista interminable de la que no puedo escaparme y sigo dando relación… El municipio también se elige, como la familia, le digo. Pongamos que hablo de Madrid… canturrea Benito.
Por esto que nos hemos propuesto, por seleccionar con tiento, diré que uno de los primeros en actuar en LM fue Andreas Prittwitz, recién llegado a Madrid, que interpretó música barroca, porque antes y durante los clásicos por los que es recordado el lugar actuaron grupos corales, de música folk, de jazz; guitarristas del metro que interpretaban a Granados; trovadores; recitadores; marionetistas; oradores; poetas malditos y malditos poetas, de los que recuerdo especialmente a Eduardo Haro Ibars y a Leopoldo Panero; Fernando Sánchez Dragó (en su faceta de escritor de libros como Gárgoris y Habidis); Camilo José Cela, a propósito de los romances de ciego; Rafael Fraguas -con media redacción de El País- cantando o contando chistes; Jesús Hermida, relatando aventuras para quien no se hubiera enterado todavía de su corresponsalía en New York, a través de la cual, fundamentalmente aprendió inglés con acento neoyorquino; Rosa Montero, Peridis, Forges; actuaciones memorables como las de Carmen Santonja y Gloria van Aerssen, Vainica Doble; presentaciones de los primeros cortos en súper 8 de Pedro Almodóvar y Jaime Chávarri, con la presencia de Eusebio Poncela, Carmen Maura, Antonio Banderas, y García Tola (que siempre estaba a la que saltaba); Jean Pierre Torlois acompañando con su creativa guitarra a todo el que se lo pidiese (incluso yo, una sola vez, le acompañé a la guitarra, junto con Gaspar Payá, en una actuación de la encantadora Teresa Cano); y, aunque sólo como espectadores, también vimos algunas veces a Luis Eduardo Aute y al empalagoso Amancio Prada, quienes nunca quisieron actuar en el antro. Sí lo hicieron Hilario Camacho; Chicho Sánchez Ferlosio y Rosa Jiménez; Flora Pino (que también echaba las cartas), Guillermo y Rodrigo (Mores y Bretes); La Karamba Ochichornia; Joaquín Carbonell; Javier Ruibal; Claudina y Alberto Gambino; Connie Freire, Horacio Icasto y Luis Miguel Philip; Juan Bardem; y muchos otros. Pero fueron Javier Krahe, Joaquín Sabina y Alberto Pérez quienes dieron esplendor a La Mandrágora. Sólo por ellos es también recordada, fundamentalmente por los que no estuvieron nunca en La Mandrágora, ni una sola vez.
Vuelvo al Madrid de los Borbones, al Café Estar. Salgo por la Cava Baja hacia la parroquia de San Pedro, cruzo la calle Segovia y por Cordón y Sacramento llego a la calle Mayor, sigo hasta Sol, y por Preciados voy a dar a Callao, cruzo la Gran Vía y siguiendo Tudescos callejeo hasta la plaza de San Ildefonso, y por la Corredera llego a la calle San Vicente Ferrer. Depende del paso, el talante y la edad, media hora, tres cuartos de hora, una hora, aunque es más rápido ir (de los borbones a los austrias) que volver, por las cuestas. Hubo un momento en el que podía pasar el día sin salir de esta calle. Podía comer y cenar en El Compañeiro de Mari y Manolo (comida gallega, especialmente raya); en Mastropiero, de la querida Mirta y su hijo Pablo (las mejores pizzas y empanadas de Madrid, y dulce de leche, que los argentinos sostienen es invención suya); en la Gata Flora (lasañas y pasta al dente); en el Chamizo (pollo al ajillo, no te enredes, Paredes); o caprichosas crêpes en la Crêperie (de la que nunca he sabido si tiene nombre); tomaba café en el Café Estar o en Manuela, y si había actuación me quedaba un poco más. Manuela siempre tuvo actuaciones frente al piano que hoy está aplastado por juegos de caja de colorines, de los que practican los jóvenes del 15M (y sólo por esto los veo ahora de otra forma, los juegos castos, me refiero), pero desde que la alianza popular entre derechas y ultraderechas del Partido Popular se hizo con la gobernanza de Madrid (curiosa palabra, gobernanza, que ahora decimos todos, desde que la popularizó Felipe González) se implementaron ciertas leyes por las que ya no puede haber actuaciones en esta calle, cuya anchura mínima necesaria no cumple por algunos centímetros. Aquel concejal, Matanzo, al que le tocaba tanto la lotería como a los Fabra, se encargó personalmente de que se cumplieran aquellas leyes, destinadas sobre todo a desanimar a los prequincemistas de entonces a hacer del lugar no sitio, su sitio habitual. Y antes que a los concejales tuvimos que sufrir a los nacionales ultras que pretendían que el barrio no fuera de las izquierdas que lo visitaban cada vez más asiduamente. Al poco de la tortura y asesinato de Franco a manos de su equipo médico habitual, en la puerta del estudio de los Yeti estalló un paquete de dinamita colocado allí por incontrolados fascistas (suponemos), y gracias a que los que se encontraban entonces en el lugar estaban en la otra punta del pasillo no hubo heridos ni muertos. En 1979 había estallado otra bomba en la calle Manuela Malasaña, esquina a San Andrés, causando grandes desperfectos en el Teatro Maravillas, y dándole un susto de muerte a Paco Almazán, que salía en ese momento del Parnasillo. En aquellos años de la primera transición, de la que no acabamos de salir nunca republicanos, hubo muertos en Malasaña porque se dejaba campar a los traficas de merca dura para afear el barrio. En la Guía del Ocio se llegaba a desaconsejar la visita de los lugares que tanto amábamos porque, decía, el barrio era extremadamente inseguro.
Yo, sin embargo, nunca me he sentido tan seguro como callejeando de aquí para allí por Malasaña… (continuará en La ciudad de los encuentros 8)
Mercedes Arancibia
El interminable solitario de la memoria
Para que nadie se llame a equívoco debo precisar que cuando digo que colaboré en el dibujo –y también mi hijo, que debía andar por los 3 años- quiero decir que nos dedicamos a rellenar con un rotulador gordo las zonas del dibujo que nos indicaba Eguillor. El trabajo fue todo suyo, que se fabricó fotograma a fotograma la media hora de película y lo fue filmando en una especie de garaje que alguien nos prestó; como también fue importante el trabajo de las Vainica Doble –Carmen y Gloria- que compusieron e interpretaron una preciosa canción, banda sonora de aquella aventura fílmica que debe andar perdida, cogiendo polvo, en algún archivo de descartes de televisión, habida cuenta de que estaba rodada en 8 mm. y, que yo sepa, nadie se ha molestado nunca no solo en digitalizarla, sino ni siquiera en conservarla en buen estado; incluso puede que algún genio la haya destruido. Carmen nos invitó un día a comer –vivía en un chalet camino de Barajas- y a pesar de la enormidad de años transcurridos no he olvidado el menú, porque me pareció estar compartiendo almuerzo en algún reducto medieval: repollo sazonado con pimentón, lengua de ternera y requesón con miel. Ni antes ni después he vuelto a comer lengua de nadie; aquel día, y por no quedar mal, ataqué el plato con más respeto que convicción.
Aquella película significó mi entrada en la televisión por la puerta grande. Inmediatamente después Blanca me contrató para presentar una programa juvenil diario de 15 minutos, Noticia Joven, junto a un Rafael Benedito con la pierna escayolada y un tal Flores, no sé si José Manuel o José Miguel. Todavía la televisión se hacía en cine así que cada tarde me maquillaban como una puerta, me ponían pestañas postizas y me colocaban un micro de jirafa porque con los de mesa se escuchaban los ronquidos de mis bronquios. Hicimos entrevistas, presentamos novedades discográficas, contamos noticias curiosas, Lluis Llach dio un plante y se negó a aparecer el día que le exigieron cortarse la melena o recogérsela en una coleta. O sea, alguna censura había a pesar de lo inocentes que eran los temas elegidos. Íbamos justo después de Valentina y el Capitán Tan (puede que alguien lo recuerde). Duró unos meses, de allí pasé a la redacción de Buenas tardes y luego me echaron.
Eguillor, que fue un amigo estupendo, apareció un día en la redacción de Mundo Joven, directamente catapultado desde el Bilbao de sus amores, diciendo cuanto nos quería a todos (Leguineche, Picatoste, Orozco, Pilar Miró, Nativel, Pipe Areta, Iñigo, Pedro Antonio, Ramón…). El era así, probablemente la persona más extrovertida que he conocido. Y además era verdad que nos quería, lo demostró quedándose a nuestro lado, publicando una de las mejores “tiras” de la prensa de la época y, a mi en particular, de muchas maneras: haciendo dibujos y sugiriendo titulares y “frases” para los bocadillos de mis secciones, subiéndome la moral, acompañándome a Valencia al recital de Canción Ibérica (Paco Ibáñez, José Afonso, María del Mar Bonet, Manolo Gerena, Poni Micharvegas…), pidiéndome colaboración para el corto, prestándome dinero en París una vez que me quedé sin blanca en mitad de un viaje… Luego él regresó a Bilbao, yo me fui a Valencia y ya se sabe, otro pedazo de vida que se queda por el camino. Aunque al final vivía en Madrid tan solo coincidimos un par de veces y me enteré de su muerte por un conocido común.
Me dolió, como me habían dolido antes las muertes de otros estupendos compañeros de trabajo –Manolo Sanabria, Daniel Moyano, Javier Ortiz-, éstos de Liberación. Manolo, exuberante, periodista de raza, que salió de Argentina por pies con toda la familia y que en realidad se llamaba Norberto, pero había cambiado de nombre al cambiar de país y de vida.
Daniel Moyano –querido, inolvidable Daniel- también exiliado y argentino, músico, maestro de profesión en una vida anterior, cuentista de calidad, cara de indio andino y la sonrisa más ancha que existe; cada vez que le pienso le imagino en uno de sus relatos preferidos (y verídico): el del traslado de un piano de cola de un pueblo perdido a otro, igual de perdido, de la cordillera profunda, en un viaje efectuado prácticamente a pie, sin más ayuda que un carro y una mula. Puede que mi descripción no sea exacta, que haya perdido o ganado con el tiempo transcurrido; en todo caso es así como lo recuerdo.
Javier, amigo en días difíciles, que se quedaba a dormir cuando su novia “tenía plan”, que era enemigo del matrimonio pero se había casado creo que tres veces, que se interesaba especialmente por el papel histórico de Stalin (nunca supe bien por qué); que, supongo que porque no se fiaba de nadie, dejó escrita su necrológica, la he leído estos días, con su característica nota de humor final: “En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo”.
Queridos y recordados amigos todos de la magnífica aventura periodística que fue Liberación, un proyecto que la derecha –salvo el ABC de Ansón – ignoró y la izquierda oficial despreció, y sigue despreciando, o al menos menospreciando: nadie menciona nunca que durante seis meses, del 9 de octubre (Nou d’octubre) de 1984 al 19 de marzo (festividad de san José, Fallas) de 1985, en los kioscos hubo un periódico de izquierdas que fue además una aventura personal de 25 trabajadores, periodistas y administrativos, constituidos en cooperativa cobrando todos –desde el editor hasta el ayudante de laboratorio- el mismo salario. Y en un libro, de más o menos reciente publicación, acerca de las mujeres periodistas en España, la autora (un bicho, al que no voy a hacer publicidad gratis) ni siquiera menciona de pasada que Liberación es, hasta la fecha, el único diario nacional español que ha dirigido una mujer, elegida además en asamblea de redactores.
Queridos compañeros muertos y queridos compañeros vivos: Héctor Anabitarte, Ricardo Lorenzo, Milagros Baztán, Manolo Revuelta, Rafa Gómez Parra, Joaquín Francés (al que acabo de ver en una fotografía, con enorme barba blanca), Mercé Rivas… Y algunos otros que “andaban por allí”, Eduardo Barrenechea, José Luis Morales, Joan Martínez Alier, José Manuel Naredo… De la cosa oficial solamente pudimos contar con la ayuda directa y desinteresada de Paco Fernández Ordoñez –no recuerdo en la presidencia de qué banco entonces- que nos echó una mano en la compra del papel, hasta un límite claro: al final, cuando las cosas iban muy mal y ni siquiera nos llegaba la publicidad oficial que sí tenía un periódico tan ultramontano como El Alcázar, me dijo por teléfono que había que hablar con Alfonso Guerra. Mi papel allí no era hablar con nadie, siempre he rehuido hacer gestiones u ocuparme de aspectos económicos, y mucho más financieros, porque para eso no sirvo y uno tiene que conocer sus limitaciones. Así que pasé la voz y lo siguiente que supe fue que cerrábamos.
La mención que hace Octavio de los cafés donde empezaban sus carreras los cantautores me ha recordado que antes –mucho antes- de los Krahe, Camacho y Vainica Doble, mucho antes de Las Madres del Cordero y la Castañuela 70, antes de La Mandrágora y JJ, en Madrid íbamos a escuchar música (jazz) a Bourbon y Whisky Jazz y –¡horror!- a bailar “agarraos” en Alazán, Florida Park (en el Retiro) y la terraza del Plaza, con orquestas cantante incluido en directo. Ha sido un recuerdo muy entrañable y muy, muy añejo, sin color apenas, deslavado en el tiempo. Casi se me llenan lo ojos de lágrimas recordándome con can-can y pelo cardado, un vestido copiado (por la costurera que iba a casa) del que llevaba Brigitte Bardot en su boda con Roger Vadim, bailando Only You más que “agarrada” colgada del cuello de cualquiera de aquellos “novios” de la última adolescencia que duraban de quince días a tres meses, y entre los que hubo de todo: desde el que me llevaba al cine-club de “los Luises” (católico practicante, claro) hasta un teniente recién graduado en Zaragoza (amigo y compañero de mi tío) al que le vomité encima una cosa pegajosa y roja en un exagerado ataque de alergia que acabó en urgencias de El Escorial, pasando por un pariente político que se parecía a Marlon Brando y tenía la debilidad de robar el tridente de la estatua de Neptuno en el Paseo del Prado, el hijo de un embajador en Lisboa, muy pijo, mal estudiante y con unos preciosos ojos azules, y el hijo de otro embajador, esta vez en Argentina, también bastante snob y al menos hasta hace poco abogado del Estado (que después de Ingeniero de caminos era lo más de lo más). Con todos, en algún momento, fui a escuchar jazz y a bailar. No es que tuviera ninguna debilidad especial por el cuerpo diplomático - ¿o quizá sí por aquello de que viajaban y conocían otros países?-, es que era lo que había porque estudiaba preuniversitario en el CEU San Pablo, también colegio mayor donde muchos de los internos eran hijos de diplomáticos a los que sus padres aparcaban allí durante el curso académico, en principio porque no se fiaban un pelo de ellos pero también porque los estudiantes ya no vivían en pensiones como en la inmediata posguerra y aún no había llegado el tiempo de que lo hicieran en pisos compartidos.
Después hice aquello que se llamaba sentar la cabeza y tuve un novio de verdad, un “novio formal”. De esos con los que se hacen planes de futuro y se llora el día en que te das cuenta de que el amor llevaba fecha de caducidad. Luego, en distintos tiempos y situaciones, nos hemos vuelto a ver y hemos vuelto a llorar. Es una relación que, de alguna manera (Aute), ha quedado pendiente y está hecha de emociones muy fuertes y muchas lágrimas.
Fuente: Periodistas en Español
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