Autor
John Julius Reel
Un yanqui al descubierto en la ciudad eterna
Metro de amor
John Julius Reel | 24 de junio de 2012 a las 12:00
Crecí en Staten Island, el único municipio de Nueva York al que no
llega el Metro. Allí hay sólo un tren, sobre la tierra, que recorre la
isla desde el norte al sur y que es gratis siempre que no lo cojas en la
primera parada, en el desembarque del ferry. Hasta que terminé la
universidad y empecé a trabajar y moverme en Manhattan, miraba a
aquellos que sabían orientarse por la ciudad vía el Metro con una mezcla
de admiración, intimidación y envidia, exactamente cómo miraba a
aquellos que sabían orientarse en el amor.
El Metro (subway) de Nueva York tiene 24 líneas,
recorre 1,056 kilómetros y conecta 468 estaciones. Es una lata de
sardinas durante el día, un circo ambulante por la noche, y una caja de
Pandora por la madrugada. Si dependes únicamente de ello para llegar a
tu destino a tiempo y en condiciones, te va a decepcionar. Tienes que
estar siempre preparado a recurrir a un plan B. Es peligroso no tanto
por los males que lleva consigo, sino por los extremos a los que te
puede llevar. Si te despistas un momento, puedes llegar a ningún lado, o
a un lado que no tiene nada que ver contigo, sin nada y nadie que te
puede ayudar a reencontrar el buen camino. Es un laberinto en el que se
pierden incluso los usuarios habituales.
Salvo en el ámbito del amor, lo más cerca que he estado físicamente
del infierno ha sido esperando el Metro durante el verano cuando hacía
un calor achicharrante dentro del horno natural que es una estación. El
andén estaba atestado. Cuando pasaba un tren expreso a gran y
atronadora velocidad, la estación temblaba. Cerraba los ojos,
preparándome para la implosión, suplicando que mi muerte fuera
instantánea y sin dolor. Lo más cerca que he estado psicológicamente
del infierno, salvo en el ámbito del amor, ha sido parado entre
estaciones del Metro soportando las demoras. El vagón, repleto de
viajeros aun más neuróticos que yo, sufría fallos eléctricos
intermitentes, dejándonos durante largos ratos en plena oscuridad. A
pesar de vivir con frecuencia horrores así, seguía cogiendo el Metro,
porque, cuando funcionaba, incluso con sus defectos e inconvenientes,
era, como el amor, una maravilla.
El clásico de jazz Take the A Train (coge el Tren A) dice,
“Si pierdes el tren A/ descubrirás que has perdido el camino más rápido a
Harlem./ Todos abordo, coge el tren A/ pronto estarás encima de Sugar
Hill en Harlem”. Sugar Hill, que se traduce como “colina de azúcar”, es
donde vive la flor y nata de Harlem. Quiere todo esto decir que no soy
el primero en comparar el Metro con el amor.
Cuando vivía en Nueva York, cogía el tren A con regularidad. Había
dejado de cogerlo desde hacía un año cuando conocí en Sevilla a la mujer
que se convertiría en mi esposa. Tanto por lo que no esperaba de ella
como por ella, este amor me encaminó, no me detuvo. No es de extrañar
que yo hubiera dejado de depender del tren A para llegar a mi destino
cuando por fin llegué.
Al lado del laberinto que es el subway, el Metro de Sevilla
es un tobogán. Es adecuado para todas las edades, con o sin la
supervisión de los padres. Supongo que todos los Metros empiezan así.
Construyen una línea. A los ciudadanos les encanta. Se encaprichan,
queriendo más, y aun más, hasta que acaba siendo un lío, causa tanto de
estancamiento como de lanzamiento y liberación.
Todas estas semejanzas entre viajes subterráneos y el amor surgieron
tras la última visita de mi hermano, un flamante enamorado de una
napolitana ubicada en Chicago, una profesora de música, a la que conoció
a través de un sitio web dedicado a católicos ortodoxos buscando
parejas.
Su aventura es motivo de alegría, pensaréis. Depende. A pesar de
sus 45 años, mi hermano es demasiado sensible, idealista y confiado.
Ojalá entrar en una relación fuera para él como entrar en el metro de
Sevilla, limpio, cómodo, climatizado, con señalización informatizada
avisándole de cuánto pueda esperar, y que cierra antes de la medianoche,
y los fines de semana a las dos, dejándole dormir. No me tranquilizó
para nada cómo se conocieron. Como dice mi esposa, si una muchacha
busca a un buen marido, no va a apuntarse a un sitio web de raperos
moteros.
Una mañana lluviosa, mi hermano quería ir solo al centro para comprar
a su novia un belén. Me alegraba poder quitarle el agobio del viaje
explicándole lo fácil que es montar en el Metro de Sevilla. Como era de
esperar, todo fue sobre ruedas, por ahora. Llegó a casa pasada una
hora, habiendo gastado 400 euros en estatuillas. Demasiado, pensaba yo,
para una muchacha a la que había visto en persona tan sólo en dos
ocasiones. No me las podía mostrar porque la dependienta las había
envuelto meticulosamente para el avión. Dos semanas más tarde, cuando
agentes de seguridad las desenvolvieron en el aeropuerto O’Hare en
Chicago, toda la plantilla dejó sus puestos para embobarse con su
belleza, provocando un atasco en el control.
El avión es el tren A internacional. Aun así, no puede ser del todo
malo. Si esta muchacha y mi hermano hacen buena pareja, espero que los
aviones les lleven cada vez más cerca. Espero que en el belén estén
reflejadas tanto el alma de mi hermano como el alma de ella, y que,
gracias a eso, se reconozcan y se unan. Espero que un buen día se
encuentren moviéndose juntos por el mundo vía una forma de transporte en
el que, como el Metro de Sevilla, es imposible perderse.
***
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Fuente: diariodesevilla.es
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