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lunes, 25 de junio de 2012

Blog La Sevilla del guiri: Metro de amor


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Autor
John Julius Reel 
Un yanqui al descubierto en la ciudad eterna

Metro de amor

John Julius Reel | 24 de junio de 2012 a las 12:00

Crecí en Staten Island, el único municipio de Nueva York al que no llega el Metro.  Allí hay sólo un tren, sobre la tierra, que recorre la isla desde el norte al sur y que es gratis siempre que no lo cojas en la primera parada, en el desembarque del ferry.  Hasta que terminé la universidad y empecé a trabajar y moverme en Manhattan, miraba a aquellos que sabían orientarse por la ciudad vía el Metro con una mezcla de admiración, intimidación y envidia, exactamente cómo miraba a aquellos que sabían orientarse en el amor.

El Metro (subway) de Nueva York tiene 24 líneas, recorre 1,056 kilómetros y conecta 468 estaciones.  Es una lata de sardinas durante el día, un circo ambulante por la noche, y una caja de Pandora por la madrugada.  Si dependes únicamente de ello para llegar a tu destino a tiempo y en condiciones, te va a decepcionar.  Tienes que estar siempre preparado a recurrir a un plan B.  Es peligroso no tanto por los males que lleva consigo, sino por los extremos a los que te puede llevar.  Si te despistas un momento, puedes llegar a ningún lado, o a un lado que no tiene nada que ver contigo, sin nada y nadie que te puede ayudar a reencontrar el buen camino.  Es un laberinto en el que se pierden incluso los usuarios habituales.

Salvo en el ámbito del amor, lo más cerca que he estado físicamente del infierno ha sido esperando el Metro durante el verano cuando hacía un calor achicharrante dentro del horno natural que es una estación.  El andén estaba atestado.  Cuando pasaba un tren expreso a gran y atronadora velocidad, la estación temblaba.  Cerraba los ojos, preparándome para la implosión, suplicando que mi muerte fuera instantánea y sin dolor.  Lo más cerca que he estado psicológicamente del infierno, salvo en el ámbito del amor, ha sido parado entre estaciones del Metro soportando las demoras.  El vagón, repleto de viajeros aun más neuróticos que yo, sufría fallos eléctricos intermitentes, dejándonos durante largos ratos en plena oscuridad.  A pesar de vivir con frecuencia horrores así, seguía cogiendo el Metro, porque, cuando funcionaba, incluso con sus defectos e inconvenientes, era, como el amor, una maravilla.

El clásico de jazz Take the A Train (coge el Tren A) dice, “Si pierdes el tren A/ descubrirás que has perdido el camino más rápido a Harlem./ Todos abordo, coge el tren A/ pronto estarás encima de Sugar Hill en Harlem”.  Sugar Hill, que se traduce como “colina de azúcar”, es donde vive la flor y nata de Harlem.  Quiere todo esto decir que no soy el primero en comparar el Metro con el amor.

Cuando vivía en Nueva York, cogía el tren A con regularidad.  Había dejado de cogerlo desde hacía un año cuando conocí en Sevilla a la mujer que se convertiría en mi esposa.  Tanto por lo que no esperaba de ella como por ella, este amor me encaminó, no me detuvo.  No es de extrañar que yo hubiera dejado de depender del tren A para llegar a mi destino cuando por fin llegué.

Al lado del laberinto que es el subway, el Metro de Sevilla es un tobogán.  Es adecuado para todas las edades, con o sin la supervisión de los padres.  Supongo que todos los Metros empiezan así.  Construyen una línea.  A los ciudadanos les encanta.  Se encaprichan, queriendo más, y aun más, hasta que acaba siendo un lío, causa tanto de estancamiento como de lanzamiento y liberación.

Todas estas semejanzas entre viajes subterráneos y el amor surgieron tras la última visita de mi hermano, un flamante enamorado de una napolitana ubicada en Chicago, una profesora de música, a la que conoció a través de un sitio web dedicado a católicos ortodoxos buscando parejas.

Su aventura es motivo de alegría, pensaréis.  Depende.  A pesar de sus 45 años, mi hermano es demasiado sensible, idealista y confiado.  Ojalá entrar en una relación fuera para él como entrar en el metro de Sevilla, limpio, cómodo, climatizado, con señalización informatizada avisándole de cuánto pueda esperar, y que cierra antes de la medianoche, y los fines de semana a las dos, dejándole dormir.  No me tranquilizó para nada cómo se conocieron.  Como dice mi esposa, si una muchacha busca a un buen marido, no va a apuntarse a un sitio web de raperos moteros.

Una mañana lluviosa, mi hermano quería ir solo al centro para comprar a su novia un belén.  Me alegraba poder quitarle el agobio del viaje explicándole lo fácil que es montar en el Metro de Sevilla.  Como era de esperar, todo fue sobre ruedas, por ahora.  Llegó a casa pasada una hora, habiendo gastado 400 euros en estatuillas.  Demasiado, pensaba yo, para una muchacha a la que había visto en persona tan sólo en dos ocasiones.  No me las podía mostrar porque la dependienta las había envuelto meticulosamente para el avión.  Dos semanas más tarde, cuando agentes de seguridad las desenvolvieron en el aeropuerto O’Hare en Chicago, toda la plantilla dejó sus puestos para embobarse con su belleza, provocando un atasco en el control.

El avión es el tren A internacional.  Aun así, no puede ser del todo malo.  Si esta muchacha y mi hermano hacen buena pareja, espero que los aviones les lleven cada vez más cerca.  Espero que en el belén estén reflejadas tanto el alma de mi hermano como el alma de ella, y que, gracias a eso, se reconozcan y se unan.  Espero que un buen día se encuentren moviéndose juntos por el mundo vía una forma de transporte en el que, como el Metro de Sevilla, es imposible perderse.
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