Blog La noria
Carlos Mármol | 22 de abril de 2012 a las 6:04
La nueva ordenanza municipal de veladores consuma la conversión de los espacios públicos de Sevilla en una especie de abrevadero al aire libre. El Ayuntamiento, ineficaz para hacer cumplir sus propias normas, abre la mano.
Ante la figura de Miguel de Cervantes, el manco de Lepanto, el hombre
adusto de la pequeña estatua que en Sevilla tenemos algo abandonada en
la calle Entrecárceles, ignorada entre el océano de figurines y
adefesios que últimamente colocan las fuerzas vivas de la
ciudad para hacerse notar a sí mismos, hasta los ateos deberíamos
arrodillarnos. No por la estatua, obra de Sebastián Santos, sino por el
personaje. Es difícil encontrar alguien más sublime. Una extraña
anomalía: por esta tierra del Sur caminó alguna vez alguien con
verdadero amor a la mesura, a la inteligencia y al sentido común. Rara avis.
Véase, si no, uno de los consejos que Don Quijote da a su fiel
escudero Sancho Panza cuando se dispone a gobernar la ínsula Barataria, a
la que Sevilla cada día se parece más.
“No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella”.
Viene la cuestión al caso por un asunto mucho más pedestre pero, en
términos urbanos, importante: la nueva ordenanza de veladores de
Sevilla. Una muestra evidente de un conflicto de intereses entre un
importante sector económico –los hosteleros– y el resto de los
ciudadanos. Un ejemplo de cómo el gobierno local pretende contentar a
dos partes en litigio sin conseguirlo y sin solventar la cuestión de
fondo. Algo que, bien mirado, casi hace completamente innecesaria su
propia existencia. ¿Para qué sirve un gobierno municipal que no
soluciona los problemas?
La herencia meridional
Vayamos por partes. Sevilla es una ciudad tomada por las terrazas.
Una costumbre heredada de la vieja cultura meridional –todo se hace en
la calle– que entiende la vida como una ceremonia a cielo abierto. Sin
puertas ni techos. Nada que objetar. Probablemente éste sea uno de
nuestros atractivos como urbe de raíz mediterránea, lejos de la
concepción puritana que tiende a planificar las ciudades en función de
lo privado, limitando el espacio público al tránsito o a los desfiles.
Militares, por supuesto.
En que nos gusta usar la calle se nota que somos una ciudad vieja,
secular: la urbe moderna, definida a partir de las primeras décadas del
pasado siglo, concibe el espacio colectivo como un ámbito mucho menos
participativo y flexible que la ciudad clásica, donde el ágora es el
centro de la vida. La sociabilidad sajona tiene un marcado componente
difuso que explica dos cosas. Una: que las calles y plazas tengan una
función bastante más instrumental que finalista –son sitios por donde se
pasa; más que lugares donde se está–.
Y dos: que la política, que comenzó como una costumbre que se
practicaba originariamente en el foro colectivo, donde la argumentación
se convirtió en arte, se recluyera en los magnos edificios oficiales.
Monumentales, enormes, mayestáticos. Tan aparatosos como las catedrales
del gótico. Desde entonces la política es, sobre todo, una perpetua
batalla de salón, una tarea conspirativa, llena de silencios y estancias
de pasos perdidos. Una actividad de alfombras más que de adoquines. La
calle se quedó fuera de los parlamentos. Muy rara vez entra.
En Sevilla casi nunca se ha visto como un problema que muchos
negocios pongan sus salones en la calle. Se asume como algo natural,
lógico y hasta positivo. ¿Lo es? Depende. Al igual que aconsejaba El
Quijote –toda afectación es mala–, los excesos de los últimos tiempos
han cambiado la percepción que los ciudadanos tienen de la utilización
de las plazas por parte de la hostelería. Un rasgo que muestra que, sin
dejar de ser meridionales, nos sentimos europeos. Y en Europa los
reglamentos son una excelente costumbre para conciliar derechos.
El fenómeno, pues, hay que verlo en positivo. La demanda ciudadana
para que los veladores de los bares no terminen convirtiéndose en dueños
y señores de la ciudad responde en buena medida a la regeneración de
las principales plazas del centro. Llenas de coches durante años,
pasaron a ser peatonales –por un brevísimo intervalo– para mutar, debido
a la ineficacia municipal, y convertirse en auténticos abrevaderos al
aire libre. No porque se coma en la calle –cada uno llena el buche donde
puede–, sino porque tal actividad no debería impedir otras.
Sevilla siempre ha tenido una norma para regular los veladores.
Primero existió una ordenanza genérica de ocupación de la vía pública.
Después se hizo una directiva concebida para las terrazas. La reforma
que ahora plantea el gobierno de Zoido supone el tercer intento por
cerrar una cierta regulación. Ocurre, sin embargo, que elige quedarse en
un punto intermedio en una cuestión en la que las posiciones son
extremas. Quizás aspiraba a la virtud, pero en este caso concreto
incurre en un defecto. No se puede tratar igual a los desiguales.
El nuevo reglamento, contra el que ya se han levantado los
hosteleros, a los que todo les parece poco, permite ampliar las terrazas
y extender las existentes a cambio de restringir sus horarios. De esta
forma no se frena la actividad hostelera pero, según la lectura oficial,
se protege “el derecho al descanso”.
Al parecer, en Sevilla tal derecho sólo puede disfrutarse de noche,
no durante el día. Lo cual significa que hay quien considera que todos
vivimos de acuerdo al mismo horario y, obviamente, sometidos al mismo
Dios. Cosas de las aldeas, donde un espacio público no se concibe con
vida más que si hay terrazas o procesiones. Multitud de ejemplos
demuestran lo contrario.
Las sanciones a los empresarios que no cumplan estas reglas se quedan
más o menos igual que antes, aunque se incremente levemente su importe.
Cabría aquí preguntarse lo que Don Quijote decía a Sancho: pocas leyes,
pero que se cumplan. Porque lo cierto es que el grado de eficacia de la
normativa de ocupación de la vía pública en Sevilla es lamentable.
La Policía Local está en otras cosas –en sus cosas– y raro es ver a
un funcionario controlando que se respeten las normas. Abrir la mano,
permitiendo todavía más veladores, sabiendo que no hay medios –o no se
usan– para hacer cumplir la ley, supone, más que un ejercicio de
conciliación, una decidida apuesta por consolidar la imagen de ciudad abrevadero
que, por momentos, se percibe en determinadas plazas de Sevilla. Sin ir
más lejos, en la vieja Plaza de San Francisco, por la que –es de
suponer– pasan nuestros capitulares.
Nadie apela al buen gusto –cosa subjetiva– ni a la elegancia –también
discutible–, sino a la coherencia. ¿Por qué los ciudadanos, que son los
que pagan con sus impuestos las reformas de las plazas y costean los
servicios de limpieza se ven cada día con menos espacio disponible
mientras los hosteleros patrimonializan las ágoras sevillanas?
En lugar de permitir más veladores a cambio de una leve reducción
horaria que todos sabemos que no va a cumplirse, o fijar unas sanciones
que son baratas en relación a los beneficios que se obtienen
incumpliendo las normas, más le hubiera valido al gobierno local
conseguir que los bares abonen la limpieza integral de unas plazas y
calles que sólo a ellos sirven, porque no hay quien camine por Sevilla
sin sortear el comedor patrio. Quien ejerce una actividad privada gracias al patrimonio de todos debe asumir parte de los gastos.
En Estados Unidos es habitual. Hasta en Las Vegas las tiendas recogen
y procesan toda la basura que generan sus negocios. Puro sentido común.
Algo que en Sevilla no se ve desde los tiempos de Cervantes.
Fuente: diariodesevilla.es
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