Domingo, 30 de octubre de 2011
Alguna vez se pensó que él y Thomas Pynchon eran la misma persona, a punto tal que decidió romper su férreo silencio para aclarar el malentendido. También se lo comparó con el elusivo Salinger, y aceptó fotografiarse, aunque no demasiado. Cuando lo entrevistaron para el Paris Review, aprovechó su momento para desmentir que se trataba de un escritor difícil, experimental y entrópico. Sin embargo, en el marco de una literatura norteamericana volcada mayormente al realismo, Gaddis llevó adelante una obra a contramano que lo dejó sin el éxito y sin el aura de misterio de sus contemporáneos. A propósito de Agape se paga, su novela póstuma sobre el monólogo de un moribundo, el prólogo de Rodrigo Fresán sirve de perfecta introducción a William Gaddis, un escritor cuya obra cumbre se llama, irónicamente, Los reconocimientos.
Por Rodrigo Fresán
UNO En la página 244 de JR –segunda novela de William Gaddis, publicada en 1975–, el escritor y maestro de escuela fracasado Jack Gibbs dice estar trabajando en “un libro acerca del orden y del desorden, algo así como una especie de historia social de la mecanización y las artes, del elemento destructivo”.
El libro en el que trabaja Jack Gibbs –y del que lee fragmentos en voz alta a lo largo de las muchas páginas de JR– se titula en el original inglés Agapè Agape y ahora en español Agape se paga, y es el libro en el que William Gaddis trabajó a lo largo de toda su vida y que se publicó recién cuatro años después de su muerte, en 2002.
Aquí está.
DOS Se sabe que William Thomas Gaddis (Nueva York, 1922-Nueva York, 1998) era uno de esos escritores con fama de hombre difícil y –como J.D. Salinger y Thomas Pynchon– una visible y encandiladora aura de invisibilidad. Lo cierto es que, en realidad, Gaddis no era alguien tan complicado o tan fantasmal –hasta apareció como más o menos velado personaje de otros libros–(1) e incluso se entregó a una de las inevitables e indispensables entrevistas con las que The Paris Review suele clavar a autores como si se trataran de mariposas para que podamos apreciar mejor sus muchos colores y tonalidades.
La entrevista en cuestión (2) incluye una reproducción de una de las páginas del manuscrito de Carpenter’s Gothic, un breve esbozo biográfico (padres divorciados, educado por su madre, ingreso en Harvard, primeros escritos en el legendario Harvard Lampoon y expulsión nunca del todo explicada por mal comportamiento y –se dice– excesiva dedicación a los licores embotellados, trabajo como verificador de datos para The New Yorker, viajes a lo largo y ancho del mundo, publicación de una majestuosa e incomprendida primera novela y veinte años de silencio hasta la siguiente trabajando en la farmacéutica Pfizer –y más tarde en las compañías Eastman Kodak e IBM– y escribiendo guiones propagandísticos para documentales del ejército norteamericano, retorno a las letras, premios importantes, cáncer de próstata, The End) y, por supuesto, varias preguntas inteligentes de parte de Zoltán Abádi-Nagy (quien lo entrevistó en Budapest, 1987) y respuestas todavía más inteligentes de parte de William Gaddis.
En la entrevista, Gaddis explica –casi se justifica– que ha decidido aparecer para poner y dejar en claro algunas cosas (como que, por ejemplo, JR no está influenciada por la voluntad entrópica de Thomas Pynchon sino por la de Nathanael West quien, en Miss Lonelyhearts, “ya había bocetado la entropía con gracia en los años ’30”) y así, una vez realizado el trámite, poder regresar en paz y tranquilo a su vida de desaparecido.
Allí, Abádi-Nagy pone en juego y sobre la mesa el tema que persiguió a Gaddis a lo largo de toda su carrera –la noción de lo complicado y lo complejo, de lo fácil y lo difícil– y pregunta: “¿Escribe usted como escribe porque ésa es la manera más fácil para usted, o es que obras tan ‘difíciles’ de leer son igualmente ‘difíciles’ de crear?”.
Allí, William Gaddis responde: “Bueno, como he intentado dejar claro, si el trabajo no me resultara difícil, lo cierto es que me moriría de aburrimiento”.
TRES Y a continuación, Abádi-Nagy le pregunta a William Gaddis si se siente “un escritor experimental”. Y William Gaddis responde casi con las mismas palabras que respondió otro “raro” norteamericano, William Burroughs, cuando una vez le preguntaron lo mismo: “No. Yo pienso en lo ‘experimental’ como en algo que no funciona”. Abádi-Nagy insiste entonces con etiquetas como “posmodernismo”, “humor negro”, “metaficción” y Gaddis –a quien ya se le intuye el principio de unas ganas irrefrenables de esfumarse– se defiende: “No leo mucho esa clase de ensayos académicos que utilizan esa terminología... Cuando se la aplica a lo que yo hago... cuando me colocan dentro de esas áreas, pienso... bueno, así que eso era el posmodernismo. Pero no es que lo persiga o lo corteje o me resista. No son otra cosa que modas. La más extrema, ahora, es el estructuralismo, la deconstrucción... No tengo mucha idea de lo que se usa en estos tiempos, pero de lo que sí estoy seguro es que no pienso en nada de eso cuando me siento a escribir”. (3)
CUATRO ¿Y qué fue lo que se sentó a escribir William Gaddis?
Allá vamos:
§ The Recognitions (1955). (4) Alarde de audacia y revisitación de pacto fáustico que le habrá costado el puesto a algún editor. Aquí se narra con corazón beatnik y cerebro de bildungsroman europea la odisea de un ex seminarista y aspirante a pintor que primero restaura y enseguida falsifica (5) cuadros jamás pintados de la escuela flamenca. Es su libro más “narrativo”: más de mil páginas –que comenzaron siendo un cuento breve– a donde irse a vivir y, después, volver cambiado para siempre. The Recognitions gustó poco a críticos que –en ocasiones– hasta confesaban por escrito que no se habían tomado el trabajo de leerla. Un dedicado y un tanto fundamentalista fan llamado Jack Green editó el alegato Fire the Bastards! (6) y pagó avisos de su propio bolsillo para promocionar la leyenda y, sí, había nacido un culto. En la ya mencionada entrevista con The Paris Review, Gaddis confiesa, divertido, que en su momento no le habría sorprendido ganar el Premio Nobel de Literatura apenas publicado en su debut porque “yo disfrutaba entonces de la enorme intoxicación que es la juventud”. La realidad no demoró en golpearlo y, de no haber sido por becas y ayudas, Gaddis reconoce que seguramente lo hubiera dejado todo, aunque “ya fuera demasiado tarde para hacer las cosas que nunca quise hacer”.
§ JR (1975). Otra obra extensa y el libro más extremo y, acaso, más “gracioso” de Gaddis. La saga vocal y a puro diálogo y nada más –donde ni siquiera se identifica a los múltiples interlocutores– de J.R. Vasant, niño de once años que se las arregla para involucrar a un número cada vez mayor de incautos y erigir un formidable imperio financiero desde el teléfono público de su colegio durante los recreos. Algo así como una versión desaforada y enloquecida de los postulados de Horacio Alger pasados por el filtro lingüístico y verbal de James Joyce. En algún momento –ya se dijo aquí–, un personaje menciona que está escribiendo algo sobre el piano mecánico. JR es quizá, también, el libro más críptico y a la vez más revelador –más deslumbrante– sobre algo que interesaba y preocupaba y divertía a Gaddis: “La charada del llamado mercado libre y su léxico. El modo en que la gente compra securities –todas y cada una de las palabras se convierten en algo muy divertido en este contexto–, no porque se sientan entusiasmados por el producto sino, simplemente, por el beneficio: si parece seguro se compra y, cuando deja de serlo, se vende. Y lo que sucede dentro de la compañía de la que posees acciones no es asunto tuyo, no sabes nada de ello. Este mundo siempre me pareció sumamente infantil”.
La novela –que de algún modo profetiza el Wall Street yuppie de los años ’80– ganó el National Book Award y le arrancó un “imposible de leer” a George Steiner, quien a continuación elogiaba, sin ironía, a Gaddis por la hazaña de sostener esta “imposibilidad” a lo largo de más de setecientas páginas.
§ Carpenter’s Gothic (1985). La más breve y “normal” de sus novelas, aunque Gaddis siempre consideró –y probablemente estaba en lo cierto– a The Recognitions como la más “accesible”. Carpenter’s Gothic es romántica y oscura, una love story infeliz y contaminada por los virus del país donde transcurre y los sermones de un predicador mediático y corrupto. Gaddis admitió que se trataba de “un ejercicio de estilo”, donde “los problemas planteados pasan más por la técnica y la forma. Lo que yo quería hacer era escribir un libro más corto, uno que se concentrara en las unidades del tiempo y del espacio al punto de que todo, aunque se expandiera al mundo entero, sucediese dentro de una casa, una casa de campo, con pocos personajes y durante un breve período. También quería trabajar con varios clichés de la ficción e intentar revitalizarlos. Así es como tenemos al hombre mayor, la mujer joven, el matrimonio viniéndose abajo, el adulterio obligatorio, la habitación cerrada, el misterio desconocido y todo eso”. De algún modo, Carpenter’s Gothic puede leerse como una novela de John Updike abducida por un body-snatcher, pienso. Un crítico de The New York Times le dedicó una reseña aliviada, agradeciendo su escasa extensión y confesando allí que –a pesar de haberla criticado diez años antes en el mismo suplemento– nunca había leído JR por haberle parecido demasiado larga y complicada. “Ese tipo de irresponsabilidad no es algo que alegre a un escritor pero, por supuesto, no es algo en lo que piense mientras estoy trabajando”, apuntó Gaddis al respecto. Así, Carpenter’s Gothic es el libro más “cómodo” de Gaddis pero, también, el más siniestro.
§ A Frolic of His Own (1994). (7) Triunfal retorno al gran formato –seiscientas páginas– y desopilante y paranoica comedia de costumbres escrita, esta vez, con la “ayuda” de la jerga de los tribunales donde se denuncia la adicción nacional a los litigios (no hay personaje que no demande o esté siendo demandado y donde se incorpora, fagocitado, un proyecto frustrado de Gaddis: algo sobre la Guerra Civil, una obra de teatro titulada Once at Antietem. Puede pensarse en A Frolic of His Own como en una versión ¿posmoderna? de Casa desolada de Dickens con la que Gaddis volvió a ganar el National Book Award sin que esto significara modificar sus costumbres de siempre: salir poco, no dar entrevistas (creía que “un escritor debe ser leído y no visto”), y seguir pensando en que tendría que sentarse a acabar esa nouvelle sobre el piano mecánico que lo venía obsesionando desde su juventud cada vez más lejana.
Por fin –justo a tiempo– la terminó.
Después se murió.
CINCO Y al cuarto año resucitó. ¿Puede resucitar un fantasma? Y, de poder hacerlo, ¿es esto una redundancia, una paradoja, una contradicción o, simplemente, un milagro? En cualquier caso, los escritores, tarde o temprano, acaban convirtiéndose en los fantasmas de sus propios libros (que pasan a convertirse en máquinas/médium) y Gaddis –escritor fantasma durante su vida y cada vez más vivo desde que dejó este mundo– volvió a manifestarse con dos libros póstumos.
El primero es esta breve y curiosa novela/diatriba sobre la historia del piano mecánico y la automatización del arte.
El segundo reunió su escasa obra periodística, discursos de agradecimiento a diversos premios, apreciaciones de la obra de Dostoievski y Bellow y, sí, un ensayo sobre las propiedades y peligros del piano mecánico. Se tituló The Rush for Second Place: Essays and Occasional Writings.
Uno y otro, en el momento de su publicación en inglés, despertaron una tan saludable como tóxica polémica entre los nuevos escritores americanos al volver a evaluar la contundente figura difusa de este escritor del que en algún momento se creyó que era un seudónimo de J.D. Salinger y al que en algún otro se le atribuyó el nombre de Thomas Pynchon como máscara detrás de la cual se escondía.
Pero, antes, hablemos de música.
Y recién después hablemos de ruido.
SEIS Jack Gibbs, figura de reparto en JR y narrador de Agape se paga –según Gaddis, por fin concluida luego de tanto tiempo gracias al descubrimiento de Thomas Bernhard, “un escritor divertidísimo”–, se dirige a nosotros desde su lecho de muerte y no es un narrador feliz. Su cuerpo lo ha traicionado y el mundo es una mierda y está dominado por tecnócratas.
Y su novela –en la que lleva trabajando años– se deshace en pedazos sueltos e inconexos.
Queda poco tiempo para volver a afirmar lo mismo de siempre: la tecnología jamás podrá suplantar la creatividad de los hombres. Así que adiós a la puntuación convencional y hola al libre fluir de conciencia y a la libre asociación de ideas que le permiten al narrador –al recitador, en un casi delirio de agonizante– invocar tanto a Glenn Gould como a John Kennedy Toole, Miguel Angel y Tolstoi, para destilar una última pócima mágica, un tónico para intentar conseguir el “ágape”: la amorosa sensación de ser uno con el mundo celebrada por los primeros y nada burocráticos escritores cristianos.
No lo consigue, claro.
Pero en el fracaso de Gibbs está el triunfo de Gaddis alertando desde el Más Allá sobre la música invisible pero cierta de la entropía.
Y eso es lo que en realidad es este pequeño inmenso libro: un tractat postrero y una última voluntad y un deseo final de que, al menos, intentemos comprender lo incomprensible. Y después veremos qué hacer al respecto.
En su ensayo “The Secret Life of Agapè Agape” –leído en un coloquio sobre Gaddis en Francia, 2000 (8)–, el especialista gaddisiano Steven Moore cuenta la historia de esta historia. El modo en que Gaddis se interesó por primera vez en la figura y carácter del piano mecánico en 1945 o 1946 mientras trabajaba como corrector de un artículo sobre el asunto a ser publicado en The New Yorker. Para Gaddis, el piano mecánico –que utiliza los procedimientos técnicos de las primeras y más primitivas computadoras– simbolizaba y presagiaba los peligros de una tendencia que no demoraría en volverse cosa de todos los días: el uso de máquinas para elaborar un arte mecánico que atentaría contra el libre albedrío e inspiración súbita del auténtico, del artista individual y único. Gaddis escribió entonces una breve columna sobre el asunto, pero fue rechazada por la revista y más tarde aceptada, fragmentariamente, en las páginas del Atlantic Monthly (julio de 1951).
La obsesión de Gaddis por las pianolas y sus derivados no quedó allí. El artefacto vuelve a ser mencionado en The Recognitions, donde –en el capítulo 7 de la segunda parte– un secundario sin nombre se enorgullece de estar escribiendo desde hace dos años una historia del piano mecánico y de las celebridades que alguna vez poseyeron uno. (9)
Como ya se apuntó, buena parte de las investigaciones de Gaddis fueron a parar a JR (las notas cronológicas para el año 1920 aparecen –en forma manuscrita y a golpe de máquina de escribir– en la página 587). Y en las páginas 288-289 y 571-604, Gibbs lee directamente fragmentos del denso libro que está escribiendo.
Esta “solución” –el fantasma de un libro poseyendo el cuerpo de otro libro– pareció conformar a Gaddis, y en una carta de 1987 al crítico Gregory Comnes dice haber leído un libro –The Counterfeiters: An Historical Comedy, de Hugh Kenner, publicado en 1968– muy parecido al que él se proponía y exclama: “¡Maldita sea! Esto lo decide, el mío nunca se hará; aunque hay algo, un impulso, que todavía permanece y que me hacer recortar y guardar todo aquello que encuentro sobre mecanización y arte, y añadirlo a las provisiones que vengo acumulando desde hace treinta años”.
Otro libro que Gaddis encuentra afín es Mechanization Takes Command (1948) de Siegfried Giedion y –ya avanzado en su trabajo de documentación, cuando finalmente se traducen al inglés– los escritos de Walter Benjamin a los que siente haber plagiado sin haber leído y de los que admira su claridad y concisión.
Para entonces –por la fecha en que escribe a Comnes– Gaddis dice estar “metido en otra empresa igualmente demencial”. Se refiere a la novela A Frolic of His Own.
Y es en 1996 cuando decide volver a sentarse al piano mecánico. Su agente, Andrew Wylie, vende una propuesta de libro a la editorial Henry Holt. Para Moore, los motivos del retorno de Gaddis a este frustrado y frustrante proyecto, en lugar de encarar algo nuevo, son varios: el autor tiene ya 71 años y mala salud (por lo que, considerando su lentitud para escribir, no consideraba posible terminar nada) y nunca le gustó dejar cosas inconclusas que pudieran ir a parar a las manos de algún académico poco escrupuloso. Pero Gaddis sí tomó una decisión importante y ambiciosa: convertir el ensayo en una ficción (o en una autobiografía ficcionalizada) siguiendo el modelo de Thomas Bernhard (con unas cuantas pizcas de Samuel Beckett y James Joyce y Virginia Woolf) en cuyos libros una primera persona filosofa y argumenta sobre la decadencia de la sociedad, etcétera. Una emisora alemana le encarga por esos días una obra radiofónica y Gaddis le envía las primeras 43 páginas de Agape se paga, y son traducidas y emitidas el 3 de marzo de 1999, tres meses después de la muerte del escritor.
Otra vez el fantasma de sus palabras, flotando en el aire.
El monólogo de Jack Gibbs narrando nada más y nada menos que algo así como los últimos días de William Gaddis en este mundo mecanizado.
SIETE Y el ruido, tanto ruido. Agape se paga –disparo de partida, summa moribunda, pero vital– se publicó finalmente el 10 de octubre de 2002 en la editorial Viking, y la apreciación más disonante y estruendosa se dejó oír desde el teclado del “joven” narrador norteamericano Jonathan Franzen.
Y tiene su gracia –en la muy cult y cool The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors, (10) una guía en papel a partir de los contenidos de la prestigiosa revista virtual subtitulada “Una subjetiva e irreverente mirada a los escritores más fascinantes de nuestro tiempo”–: Jonathan Franzen y William Gaddis, ordenados alfabéticamente, aparecen juntos a la altura de las páginas 150-151. La entrada de Franzen ocupa media página (todavía no había publicado su consagratoria y para mí sobrevalorada Las correcciones) y la de Gaddis tiene página y media.
Dos años después eran –contando la ilustración– once las páginas que Franzen le dedicaba a Gaddis en la edición de The New Yorker del 30 de septiembre de 2002. El título de su ensayo ya lo decía todo –“Mr. Difficult”– y el subtítulo insistía en la idea: “William Gaddis y el problema de los libros difíciles de leer”.
Allí, en detalle, Franzen recordaba las dificultades y entusiasmos a la hora de leer The Recongnitions (apuntando percepciones válidas e inteligentes) para después analizar un tanto irresponsablemente el resto de la obra del autor hasta llegar a la inminente publicación en tándem de esta nouvelle y de los ensayos reunidos en The Rush for Second Place.
Allí, Franzen acaba abogando por los libros cultos y fáciles de leer y entretenidos, y lamentando las dificultades en las que se había metido –para, según él, ya no salir nunca– uno de los héroes literarios de su juventud. Los argumentos que allí presenta Franzen son sencillos y hasta obvios, pero están profunda y extensamente expuestos. Son ideas fáciles sobre lo fácil e ideas dificultosas sobre lo difícil.
Al final, Franzen reconoce que leer a Gaddis le produce dolor de cabeza y que la visión de sus dos libros póstumos le recuerda las visitas a su padre enfermo de Alzheimer y recluido en un hospital geriátrico: “A menos que seas un muy buen amigo, es mejor no ver a alguien sufriendo de ese modo”.
Una cosa queda clara: Jack Gibbs nunca hubiera sido amigo de Jonathan Franzen. Y es que hay una gran diferencia entre las correcciones y los reconocimientos.
Y fueron muchos los que se sintieron violentados por las palabras de Franzen y fue el también “joven” escritor Rick Moody quien se sintió obligado a organizar una suerte de homenaje/desagravio –coincidiendo con el quinto aniversario de la muerte del autor– en el número 41 de la revista/libro Conjunctions, editada en 2003.
En esta publicación, bajo el encabezado “William Gaddis: A Portfolio” se reunieron tributos especialmente escritos para la ocasión por Paul Auster y Siri Hustvedt, David Grubs, Russell Banks, Susan Cheever, Ben Marcus, Mary Caponegro, Steven Moore, Sven Birkerts, Robert Coover, Don DeLillo, Bradford Morrow, Joanna Scott, Cynthia Ozick, Maureen Howared, Jonathan Lethem (quien, inspiradamente, relaciona a Gaddis con el director de cine Stanley Kubrick y concluye que “tal vez encontremos algún otro manuscrito de Gaddis enterrado en la Luna”), Edie Meidav, Joseph McElroy, Stewart O’Nan, Carter Scholz, David Shields, Christopher Sorrentino, Joseph Tabbi, William Gass y quien firma este prólogo.
Allí, en su breve introducción, Moody define a Gaddis “no como una celebridad literaria sino como un enemigo de la celebridad literaria, un escritor que muy raramente daba entrevistas, nunca leía en público, no escribía frases para las portadas de libros de otros ni asistía a las fiestas del ambiente” y, refiriéndose al debate sobre Gaddis como escritor difícil, Moody prefiere recordar y advertir acerca de cuánto placer se encuentra y se ofrece en sus libros.
Y fue Moody quien también dijo –en su reseña de Agape se paga– que la mejor manera de comprender y apreciar a Gaddis es leerlo rápido y sin detenerse a pensar demasiado en lo que no dice.
Entenderlo a partir de la rítmica de sus palabras y el diseño de sus frases.
Como si fuera, sí, música.
Y recién entonces releerlo.
Parece difícil, pero no lo es.
Es complejo.
Bienvenido sea.
OCHO La primera frase de A Frolic of His Own –última novela publicada en vida por William Gaddis– es: “¿Justicia? Justicia ya tendrás en el más allá, en esta vida sólo cuentas con la ley”.
En su discurso de agradecimiento por el National Book Award a esta última novela, Gaddis decía: “Uno siempre se arriesga cuando le pide algo a un lector, porque nunca sabe en qué manos caerá su libro, y éstos son los riesgos que corres”.
En JR, luego de describirle a Amy Joubert el libro que intenta escribir, un profundo tractat sobre el piano mecanizado y la onda expansiva de su música, Joubert comenta: “¿Suena difícil, no?”. Y Gibbs responde: “Tan difícil como pueda serlo”.
Oiganlo sonar ahora, óiganlo seguir sonando.
Hagan justicia en esta vida –no se pierde nada y se gana mucho con intentarlo– y escúchenlo.
Y, de paso, aboguen y junten firmas para corregir su lápida donde –ironías del destino– en lugar de The Recognitions se lee The Rencognitions.
(1) Gaddis (quien mantuvo una relación más bien lateral con los beatniks) aparece con el nombre de Harold Sand en Los subterráneos (1958) de Jack Kerouac. En la lograda sátira literaria Lit Life (2001) de Kurt Wenzel, el oscuro y excéntrico novelista de culto Richard Whitehurst combina rasgos de Gaddis y de John Cheever, mientras que el gran Stephen Dixon dedica “Autor”, uno de los capítulos de su autobiografía codificada I (2002) a los varios encuentros casuales que tuvo a lo largo de su vida con alguien que –aunque no lo mencione por su nombre y lo disimule bajo la transparente máscara de un tal Joshua Fels– no puede sino ser William Gaddis. El personaje de Wenzel tiene su gracia y encanto; la persona que nos muestra Dixon, en cambio, es bastante antipática y detestable. Y uno de los personajes de Las correcciones de Jonathan Franzen utiliza el siguiente e-mail: exprof@gaddisfly.com
(2) Recientemente rescatada para una nueva y siempre necesaria reedición de las entrevistas de esta publicación: The Paris Review Interviews, vol. II, Nueva York, Picador, 2007.
(3) Lo que no le impide a este prologuista arriesgar una posible definición de Gaddis y de lo que Gaddis hace reproduciendo algo que ya se preguntó antes en otra parte: ¿quién fue William Gaddis? Para unos, el más dedicado y mejor descendiente de Herman Melville, arponeando el infierno blanco y rojo y azul de Estados Unidos. Para otros, el antecedente directo y fundacional de lo que hoy por hoy siguen haciendo con más o menos gracia gente como Thomas Pynchon (cuesta pensar en la existencia de V o Against the Day sin que antes hubiera existido The Recognitions), Donald Antrim, Don DeLillo, Richard Powers, William T. Vollmann y David Foster Wallace. Uno y otros tienen razón, pero cabe, también, una tercera posibilidad: William Gaddis empieza y termina en sí mismo, y crece y se derrumba para volver a alzarse. Entropía y todo eso.
(4) Publicada como Los reconocimientos por Alfaguara en 1987.
(5) “Falsificar” es el verbo clave en todo el credo y modus operandi de Gaddis. Aunque, tal vez, habría que decir que lo que más y mejor hace –o deshace– Gaddis, es reciclar oficios y disciplinas, idiomas profesionales, técnicas pictóricas, mecánicas musicales y, por encima de todas las cosas, aquello que se supone que define a la tan irreal novela realista.
(6) Reeditado por Dalkey Archive Press en 1992 y, seguro, uno de los documentos más desopilantes y esclarecedores sobre las relaciones peligrosas entre alta literatura y bajo periodismo cultural. ¡Despidan a esos bastardos! está próximo a ser traducido por la editorial barcelonesa Alpha Decay.
(7) Publicada por Debate como Su pasatiempo favorito en 1995.
(8) Curiosos y obsesivos pueden consultarlo –así como otros valiosos materiales– en el indispensable site The Gaddis Annotations: http://www.williamgaddis.org/
(9) El personaje de Gaddis menciona a Su Alteza la princesa de Noruega, la reina de Noruega, el sultán de Johore, Anna Held, Julia Marlowe, el presidente McKinley, el papa Pío X, los hermanos Wright y los barcos de la marina rusa.
(10) Laura Miller y Adam Begley (editores), Nueva York, Penguin, 2000.
Fuente: Página 12
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