- Por: Juan Palomar
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GUADALAJARA, JALISCO (01/OCT/2011).- Truenos y centellas de la tormenta que despide la estación. Que luego no quiere irse y repite dos días después la función con sus grandes aguas. Es curioso que algunos citadinos ingenuamente le pidan a la urbe funcionar igual bajo estas tempestades que durante el buen tiempo. Cosa sería de fijarse cómo, en el campo, la gente y los animales (y las plantas mismas, se diría) se aguardan prudentemente mientras pasa el aguacero… Pero el jardín, agradecido y ahíto de lluvia, hace bendecir una vez más toda esta maquinaria celeste que hace comparecer, como a una muchacha recién levantada, el olor de tierra llovida. La casa reafirma sus poderes, la luz de la tarde recibe a los niños gozosamente fatigados por los juegos del día. Brillan las lámparas fieles. Te he echado tanto de menos/ patria pequeña y fugaz, canta El último de la fila.**
Se ha contado antes; se contará sin duda luego. El viejo ingeniero, parado en la banqueta del ayuntamiento, encarando la fachada de la catedral, dijo entonces exactamente la misma historia. Salvo por una cosa, ciertamente central. Los tempranos años cuarenta transcurrían sobre la clara ciudad y todavía el cruento molino de ampliaciones de calles y demoliciones no se echaba a andar. Trabajaban los dos jóvenes ingenieros en el levantamiento, dirigido por el entonces ingeniero Ignacio Díaz Morales, de Catedral. Subían y bajaban por cornisas y contrafuertes, medían bóvedas, registraban entablamentos y linternillas. Recio pegaba el Sol, faltaba todavía tanto por hacer. De regreso de la ascensión en busca de la medida exacta de la torre del Norte, uno de ellos llegó al terreno seguro de la cornisa grande. Faltaba el otro, que aún negociaba el descenso. Para abreviar el trámite, quien quedaba arriba decidió saltar desde un óculo hasta la cornisa sin muy bien medir el tramo. Allá va, en el irremediable vuelo rumbo a la vieja calle, por un instante consciente de que había sido excesiva la confianza, de que la inercia lo llevaría, fatal, a la caída y la muerte. Milagrosamente, la mano del compañero, atenta, lo detiene en el último instante: allí y entonces el muchacho vuelve a nacer. Eso contaba el ingeniero de sí mismo: el salvado, el renacido. Pero el otro aprendiz, por su parte, contaba idéntica la historia. Salvo que no había sido él el salvador, sino también el rescatado.
Los dos ingenieros, desde entonces, se debieron la vida mutuamente. De allí la posibilidad de tantas cosas, gentes, mujeres, hermanos, descendencias. De allí la cara invicta que lanzó a navegar los mil barcos que aún persisten en sus singladuras…
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Una vuelta por la indispensable librería del señor Cervantes, por Juárez a la vuelta del Madoka, casi siempre arroja gratos e inesperados resultados. Mezclas duras. Es así que en la cosecha de esta vez se incluye una vieja edición de la “obra completa” de Francisco González León, el gran poeta laguense que debiera estar más presente entre lo más recordable y útil de la poesía mexicana. La música de sus versos de repente electriza con su cadencia a la vez conocida y extraña. Casas de mi lugar que tienden a desaparecer:/ raras casas que aun suelo yo encontrar.// Es de ver/ la amplitud de los patios empedrados,/ el brocal con arcadas de ladrillo,/ los arriates adosados a los muros/ (altos muros patinados y sin brillo)/ y la parra que se afianza entre sus grietas,/ y macetas, y macetas, y macetas…// Por otra parte, aparece un tomo de Penguin de la autoría del bien recordado Buckminster Fuller, sabio y arquitecto, ingeniero sobre todo, creador entre muchas otras cosas de las cúpulas geodésicas que tanto prometían en el optimista pasado inmediato. Fue alumno en Harvard, al igual que su padre, su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo. De esa cuenta histórica y personal extrae curiosas e interesantes conclusiones científicas y filosóficas: ejemplar y vagamente familiar procedimiento. Su concepto de la riqueza: la integración de intelecto y energía. Una confesión: “He despreciado adrede ‘el ganarme la vida’ o ‘el hacer dinero’ en mis disposiciones ocupacionales, con mis esfuerzos sosteniendo, pero solo incidentalmente acrecentando, mi ingreso; ese ingreso –bajo y lento al principio– se ha incrementado gradualmente hacia más efectivas magnitudes”. Luego, tres espléndidos álbumes de muy viejas postales (de fines del siglo antepasado). Una es de Waterloo, con dedicatoria para todos los napoleónidas que han sido, y de los que Álvaro Mutis ostenta el decanato en la particular cuenta de este espectador. El orgulloso monumento a la batalla fatal, por parte de los ingleses, es una pirámide de cuarenta metros de altura, coronada por un gran león fundido con el bronce de los cañones franceses. Francia, por su parte, erigió el monumento de los vencidos: una gran águila, caída y con las alas rotas. Además apareció otro tomo de Penguin: la antología de los Poetas metafísicos. Andrew Marvel, inolvidablemente, recita To his coy mistress, y la inigualable versión de Octavio Paz vuelve a resonar en la memoria. Had we but Word enough, and time,/ This coyness Lady were no crime. Edmund Waller propone un poema cuyo tema el mismo José Alfredo no hubiera despreciado: Una disculpa por haber amado antes…
Por su lado, la benemérita Enciclopedia Británica ofrece, desde mediados de los años sesenta, un tomo de preceptiva sobre el arte entonces contemporáneo. Intrincados caminos que aún hoy siguen sin encontrar mayores respuestas. La entrada sobre arquitectura se titula, muy a la moda de entonces: “Hacia una arquitectura dialéctica”. Juarjuar. Otro de los álbumes está dedicado a Port-Said, Ismaila y el canal de Suez: triunfo de la ingeniería si es que los ha habido. La gran estatua de Ferdinand de Lesseps, príncipe de los ingenieros, se recorta contra el panorama de Port Said, tranquilo bajo un cielo de un refulgente azul cobalto. Los camellos, interperritos ellos, se disponen a cruzar el canal en una balsa bastante primitiva.
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Atribuciones de Peel-boor. Suele este señor entregar, sacadas de su infalible memoria a veces, otras de su fértil imaginación, inapreciables visiones de gentes y tiempos que ya no son. “Como decía el ingeniero X...”, comienza. Y luego refiere con todo detalle la vez que ante un cierto predicamento el personaje aquel había encontrado le mot juste, la salida del apuro, la sabiduría de la situación, el humor que redimió el día. Lo curioso es que, con estas recreaciones de lo que fue, de lo que pudo haber sido, el relator arroja una luz segura y bienvenida para lo que hoy va sucediendo. Y devuelve, de paso, un pedazo inapreciable de la vida, el genio y la figura de alguien querido y ahora ausente. Larga vida.
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