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domingo, 14 de agosto de 2011

No hay atajos en la eurozona

14.08.2011 Juan Pedro Marín Arrese
Las convulsiones de las últimas semanas han mostrado descarnadamente que todos los socios de la eurozona navegan en un mismo barco, aunque sea en pasajes de distinta clase.

No caben, pues, naufragios individuales por muchos méritos que se acumulen. Esta constatación conduce a más de uno a culpar de la actual deriva a la ausencia de un más nítido compromiso financiero por parte de Alemania.

Ciertamente, las vacilaciones de quien ostenta de mala gana el mando a bordo han acabado por saldarse con media tripulación achicando aguas, ante la renuencia a proporcionar a tiempo un salvavidas a Grecia y otros periféricos en serio riesgo de hundimiento.

Pero cuando la crisis afecta a países de talla como Italia o Francia, no cabe imaginar planes integrales de salvamento para endosar sin más sus ingentes pasivos. Más aún, el reconocimiento de fracaso que implica todo rescate, lejos de aliviar las condiciones de financiación para la economía en su conjunto conduciría a un callejón sin salida de aguda recesión y acrecentadas dificultades para afrontar los compromisos futuros. La entrada en la UVI sólo se aconseja, como la experiencia demuestra, para casos de insolvencia irremediable.

Por eso resulta tan urgente actuar preventivamente sobre los fenómenos de bola de nieve en las primas de riesgo, evitando que la situación de la deuda soberana se torne insostenible. Las intervenciones del BCE han mostrado su eficacia para cortar la hemorragia, sin lograr recuperar todo el crédito perdido en la reciente turbulencia, por el propio carácter de emergencia que rodea esta actuación.

Es hora de que el mecanismo de rescate tome el relevo y se aplique con suficiente contundencia a cortar de raíz todo episodio de excesiva volatilidad. Pero no cabe depositar todas las esperanzas en esta acción de vigilancia. Por más calma que devuelva a los mercados, no resuelve los problemas de fondo. Mientras cohabiten unas mediocres perspectivas de crecimiento y un marcado desequilibrio en las finanzas públicas, la desconfianza de los inversores permanecerá latente.

Todo remedio duradero implica necesariamente la asunción de una vuelta a la cruda realidad tras el espejismo de una convergencia ficticia edificada durante demasiados años sobre los frágiles cimientos de condiciones financieras demasiado laxas. Ahora toca corregir, en la peor de las circunstancias, los múltiples desequilibrios y alegrías que provocó la sensación de nadar en dinero fácil.

La reacción ante este imperioso reto no mueve a un excesivo optimismo. Países que caminaban por la cuerda floja han dilatado la adopción de drásticas medidas de ajuste hasta verse al borde del abismo. Italia constituye el ejemplo que mejor ilustra esta conducta pero de ninguna forma el único. Prima en general la tentación de huir hacia delante apostando por dejar atrás la crisis con el menor coste político.

Nadie parece entender que sólo poniendo en orden las cuentas públicas y adoptando reformas de calado para asentar el crecimiento en sólidas bases, se puede salir del actual atolladero. Son las recetas que viene propugnando Alemania, sin que nadie se las haya tomado realmente en serio hasta ahora que pintan bastos.

Nada ayudaría más a acabar con el presente estado de desconcierto que completar la arquitectura del euro mediante una efectiva coordinación de las políticas económicas, superando una asimetría sólo apta para tiempos de bonanza. Es hora de relegar la simplista premisa de que la convergencia presupuestaria y competitiva constituye más una consecuencia que un requisito previo indispensable en una moneda común.

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