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domingo, 21 de agosto de 2011

La temperatura en Sevilla es una maravilla

Playas frías

una de las viñetas con las que el pintor Marola ilustraba la información del tiempo del diario «La Prensa» en los años veinte.
una de las viñetas con las que 
el pintor Marola ilustraba la 
información del tiempo del diario 
«La Prensa» en los años veinte.


Un cartel iluminado con globos de gas publicitaba en 1913, en el centro de Madrid, el arenal de Gijón como alternativa a los rigores del verano capitalino

04:50  
 
JUAN CARLOS DE LA MADRID AUTOR DE «AQUELLOS MARAVILLOSOS BAÑOS. HISTORIA DEL TURISMO EN ASTURIAS» Tal vez el titular pueda sugerir otra cosa, pero este artículo no se refiere a Sevilla. O sí. No a la ciudad de Sevilla, sino a la calle de Sevilla. Vamos, a Madrid, pero en realidad a Gijón. No sé si sabré explicarme. Empezaré por el principio.

No por casualidad esta serie se llama «playas frías». La temperatura fue fundamental en los inicios del ocio playero. Las playas pioneras, las más elegantes, estuvieron al Norte, y para bañarse había que tener los arrestos suficientes como para lanzarse a un mar que sería muy poco grato con sus visitantes. Baños de impresión, decían. Baños, lo que se dice baños, eran muy distintos de los de ahora, pero de impresión, eso sí, por descontado.

En España la playa se inventó antes que las suecas y el bikini, por lo tanto antes que el calor, el ocio, la Costa Brava, la Costa del Sol y Manolo Escobar. Quienes acudían a bañarse en mares bravos lo hacían por moda, pero sobre todo por salud. Tenían tiempo y dinero para comprarla. Otros no. Ése era su problema; el de los otros. Esa salud se vendía en el Norte, por ejemplo en Asturias. Pero había que saber venderla.

Cuando Madrid era un poblachón manchego lleno de orgullosos chulapos atufados por la canícula, cuando aún la zarzuela tenía inspiración en la calle, cuando los madrileños fetén nacían o trabajaban en porterías de fincas bien, cuando para animar en el fútbol todavía se llevaba ese alirón de discutida procedencia, cuando, mire usted por dónde, se estaban dando las últimas paladas a la calle de Alcalá, había que venir a bañarse al Norte. Cuanto menos calor, mejor.

Y he aquí cómo la estrategia publicitaria, escribiendo muy recto, se lanzó por los renglones torcidos de la contra publicidad. Si la miramos desde hoy, claro está. Nada de calor, guerra al bochorno, vengan a la brisa, al fresco, a las noches sin sudores ni insomnios. Hay verano distinto al otro lado de la línea del horizonte de la plana Castilla. «El más allá». Antes de que Móstoles fuese lo que hoy es.

San Sebastián o Santander no necesitaban de mucho vocero. Ya estaban los Reyes de España para eso. Iban a bañarse, vivían en sus palacios de verano y las convertían en corte y campo de regatas. Y todos contentos. En Asturias, que era la competencia, pese a los muchos intentos nunca había pasado tal cosa.

Ya que ni los duros ni la corte se ponían del lado de los hijos de Pelayo, no quedaba otra que echar mano del ingenio y, en este terreno, la Cámara de la Propiedad de Gijón anduvo muy inspirada en el verano de 1913. Si la corte no viene a la playa, la playa irá a la corte.

El público objetivo, que se dice ahora, eran los madrileños y castellanos viejos en general. Los que ya disfrutaban del veraneo, se entiende. Había que ir a buscarlos, sacarlos de casa o de la era, según fuesen de campo o de ciudad, y traerlos a la playa a darse los nueve baños. A refrescarse al aire y a disfrutar de la noche durmiendo a pierna suelta bajo una manta y sin botijo o paseando las calles protegidos por una toquilla, porque las rebecas tampoco se habían inventado aún, ya que don Alfredo Hitchcock no estrenaría su inmortal película hasta 1940.

Para venderle la fresca playa a los madrileños se estilaba el anuncio en revistas ilustradas como «Nuevo Mundo» o «Blanco y Negro». Muy ilustradas, en efecto, pero caras como ellas solas para los anunciantes. Lo mismo que acababa saliendo caro pagar a un periodista para que dedicase una página a Gijón en su periódico. Se leía, cierto, pero un solo día. La relación calidad-precio seguía siendo poco ventajosa por la posible audiencia a la que podía llegar. Había que buscar nuevos métodos, no necesariamente a cambio de dinero. Se imponía la innovación.

El columnista gijonés «Almán» anduvo fino. Propuso anunciar la playa de Gijón en la calle Sevilla de Madrid, lugar de paso y céntrico a más no poder. Tras su insistencia, la Cámara de la Propiedad recogió el guante y pagó un cartel en la citada vía, iluminado con llamativos globos de gas. El mensaje era tan importante como el medio, así que se decidió propagar a los cuatro vientos madrileños, y a todo gas, que la playa de Gijón era la mejor del Norte ya que, durante el verano, disfrutaba de una temperatura primaveral.

Ya ven ustedes, mucho antes de que Canarias se apuntara el tanto de decir que solamente ella conservaba el clima primaveral, antes de que «Los Mismos» grabaran aquellos consejos del hombre del tiempo, antes de inventarse la canción del verano, antes incluso de que naciera Georgie Dann (aunque este dato está sin confirmar), Gijón ya estaba allí, con su agresiva publicidad a base de imaginación y de quemar fluido combustible a todo pasto para dar brillantez al paseo madrileño y buena fama a la playa de San Lorenzo.

La noche se tornaba día en la calle de Sevilla, donde las fuerzas vivas de Gijón se convencieron al fin de que el turismo y su difusión deberían ir con los tiempos, con el uso de los nuevos recursos y nuevos combustibles para la atracción de forasteros. Eso mismo, un método verdad. Moderno como pocos.

Todo lo demás era marear la perdiz y hacer luz de gas.
Fuente: La Nueva España.es

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