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domingo, 14 de agosto de 2011

La Isla del Lector: Literatura de viajes: Palabras guardadas en el equipaje

  • G. García. Madrid

    “Los viajes son los viajeros”, escribió Fernando Pessoa, que casi nunca salió de Lisboa. Algo, sin embargo, debía de saber sobre el tema, porque lo cierto es que un repaso a los libros imprescindibles de este género muestra precisamente eso: que todos sus autores fueron grandes viajeros (pero no turistas).

    Viajeros que escribían, no escritores que viajaban. Por eso Hemingway, Melville, Jack London y Saint-Exupéry pertenecen a la ficción; y Wilfred Thesiger, Colin Thubron, Bruce Chatwin y Robert Byron a la bien llamada literatura de viajes.

    De los conquistadores del siglo XV a los colonizadores del XIX, el género, esencialmente occidental, nació del asombro de lo extraño –lo extranjero–, ese espíritu que movió a Marco Polo (que de todos modos mentía más que hablaba) a escribir el Libro de las maravillas. Entre estos relatos de descubrimiento y aventura brilla con luz propia El peor viaje del mundo, de Apsley Cherry-Garrard, integrante de la trágica expedición del Capitán Scott al Polo Sur (en 1911), “la forma más radical y al mismo tiempo más solitaria de pasarlo mal que se ha concebido”, afirmó. Sin olvidar Arenas de Arabia, donde Wilfred Thesiger cuenta su paso por el Territorio Vacío, el gran desierto del sur de Arabia que atravesó con los beduinos entre 1945 y 1950, cuando el petróleo aún no había transformado ni el paisaje ni a sus gentes.

    En África

    Imprescindible es también Las montañas de la luna, de Richard F. Burton, donde el explorador narra su famosa odisea en busca de las fuentes del Nilo, que terminó en el lago que él mismo –británico de pura cepa– bautizó Victoria. Y es muy curioso comparar esta obra con la de su compañero de travesía, John Hanning Speke –Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo–, ya que ambos acabaron detestándose. Ya lo señaló Mark Twain: “No hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien que hacer un viaje con él”.

    Hay muchos más grandes viajeros, de esos que han visto más de lo que recuerdan y recuerdan más de lo que han visto, como dice una conocida frase. Está Colin Thubron, que vivió En Siberia y lo contó en este melancólico libro; y Patrick Leigh Fermor, que marchó a pie de Holanda a Estambul, se enamoró de Grecia en el intervalo y lo plasmó en la trilogía que comienza con El tiempo de los regalos; y Robert D. Kaplan, que recorrió una Yugoslavia en plena desintegración en Fantasmas balcánicos; y Bruce Chatwin, que narró con humor la vida cotidiana En la Patagonia y se preguntó a menudo lo mismo que Rimbaud desde Etiopía: “¿Qué hago yo aquí?”

    Hablando de humor, un clásico es ya El antropólogo inocente, de Nigel Barley, donde el catedrático de Oxford relata de modo irreverente su experiencia junto al pueblo dowayo (Camerún), con el que vivirá embarazosos malentendidos a causa de su imposible idioma (en una ocasión, tratando de decir “lo siento, debo marcharme”, afirmó “discúlpeme, tengo que copular con el herrero”).

    Porque la literatura de viajes ofrece, sobre todo, conocimiento, y “permite cambiar de ilusiones y de prejuicios”, como escribió Anatole France. Tal vez por eso son incontables los novelistas que, siempre receptivos ante lo asombroso, han cultivado el género: Kipling en Japón, Saul Bellow en Jerusalén, Gustave Flaubert en Egipto, Elias Canetti en Marrakech, André Gide en Congo, Graham Greene en Liberia, Evelyn Waugh en África Central, Paul Morand en Nueva York, Aldous Huxley en México, Stendhal en Italia, Josep Pla en París, Maupassant en Túnez... “La cuestión es moverse”, resumió Stevenson. Y un libro es, quizá, el transporte más sencillo.
    Fuente:  LA GACETA

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