Crítica
En el siguiente texto se realiza una lectura crítica de El ruido de las cosas, premio Alfaguara 2011, donde la amistad, los secretos y una generación han sido marcados por un ambiente hostil en la Colombia de los años noventa.
- 2011-08-20•En librerías
Foto: Peter Drubin |
Es la Colombia reciente: se nos narra una balacera de 1996 en la que muere un ex presidiario, luego sobre los orígenes del narcotráfico en la década de 1970. Pero El ruido de las cosas al caer, nueva novela de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), vale menos por lo que menciona de bombazos y cargamentos de cocaína que por la guerra que contundentemente crea en el interior del protagonista: el propio cuerpo se le vuelve a Antonio Yammara, joven profesor de derecho, un territorio vulnerable a raíz de que el miedo invade su psique. El libro triunfa cuando hace ver el íntimo terror que trastoca la vida de su protagonista —y falla cuando insistentemente nos informa que la violencia de las calles ha venido acompañando a una generación.
Antonio Yammara vive en Bogotá. Se enreda en amores con Aura, una hermosa ex alumna; se han embarazado, viven ya juntos. Él conoce en el billar de las tardes a Ricardo Laverde, piloto y ex convicto que, una tarde, es asesinado a balazos —y Yammara mismo resulta herido en el incidente. Durante su estancia en el hospital, el hombre va advirtiendo cómo la violencia exterior ha empezado a hospedarse en su cuerpo. Y ese reiterado sismo de los nervios se deja ver gracias a una prosa de fraseo largo virada a los detalles, construida desde la carne alterada de un personaje cuya paranoia se vuelve una estética: el miedo le ha afinado la percepción, que se detiene en lo que no por nimio dejará de ser posiblemente adverso. Hay en esta escritura además un tenor reflexivo, con cierto aire de Javier Marías (“No hay nada tan obsceno como espiar los últimos segundos de un hombre: deberían ser secretos, inviolables, deberían morir con quien muere”), y una imaginería de lo físico de, a ratos, poética eficacia (“su cara era una fiesta de la cual ya se han ido todos”).
Hasta aquí tenemos novela y personaje. Pero lo que viene después: no lo creo tanto.
Si el siglo XX se convirtió en la hora máxima de la novela hispanoamericana, lo fue porque —y esto lo han dicho tantos antes— el testimonio interesado en lo social fue desatendido o, en otros casos, incorporado a una escala superior: la creación, siempre, de mundos ficcionales. Frente a esa jurisprudencia, advierto en El ruido un desistimiento. Sí, Vásquez ha reflexionado sobre la ficción —sus ensayos de El arte de la distorsión (2009) incluyen inteligentes tomas de partido— y ha vinculado su intuición fabuladora a la de nombres como Conrad, Naipaul y Bellow, no a la de novelistas de lengua española. Con todo, si damos espacio, por esa rivalidad que propicia el incesto de la lengua y la geografía, a una filiación contrastiva entre El ruido y ficciones hispanoamericanas sobre la violencia urbana (Los siete locos o Conversación en la Catedral o El obsceno pájaro de la noche), detecto entonces una disparidad: Vásquez, me temo, renuncia a la ambigüedad de la novela para dar paso a la claridad de la lección de Historia.
El prurito pedagógico del autor habría llevado a su protagonista a dejar de serlo: desde la tercera sección de la novela, Yammara se convierte en un pretexto para que, a través de la historia del joven Laverde y su pareja Elaine Fritts —idealista muchacha estadunidense que deja su país en 1970 para incorporarse a los Cuerpos de Paz en Colombia—, el lector se entere de manera oblicua de los orígenes del narcotráfico en el país sudamericano.
No quiero decir que ese relato hayamos de tomarlo como verídico en sí. Así como en Los informantes (2004), la anterior novela de Vásquez, el periodista Gabriel Santoro se apoya en sus entrevistas con una mujer alemana de nombre Sara Guterman para describir episodios de la historia de Colombia en los años cuarenta, en ésta Antonio Yammara hace una tarea similar luego de leer numerosas cartas y otros documentos. Así justifica su omnisciencia de los hechos antiguos, aunque omite los pormenores, de sí tan coquetamente posmodernos, del proceso cognitivo inherente al armado del rompecabezas (de Elaine se narran detalles íntimos que acaso no habría contado por escrito a sus abuelos). Este escamoteo permite un relato ordenado y lineal de fácil seguimiento que, incurriendo en un timorato conservadurismo técnico, nunca considera enfrentarse a la sospecha fundacional, a La Gran Pregunta de Toda Ficción: ¿cómo podemos estar seguros de lo que se cuenta del pasado?
La historia de Elaine también pareciera llenar más bien un propósito informativo al no incluir ningún conflicto moral o psicológico o político que iguale la tensión cernida en el arranque de la novela: aunque Elaine se manifiesta contra la guerra de Vietman, lo suyo es un anticlimático dejarse llevar por su idealismo y su amor a Laverde, y cuando la dificultad empieza, con el encarcelamiento del esposo, su aparición termina. Tampoco Maya, la hija de ambos hoy dedicada a la apicultura, enfrenta una definición crucial. Rememora su furia cuando le fue dicho que su padre, a quien creía muerto, había estado preso; sufre escuchando la grabación de las últimas palabras cruzadas entre los pilotos del avión en que murió su madre, a finales de 1995; pero en el presente de la narración es un personaje dramáticamente inerte. La prolija visita que junto a Yammara hace al parque zoológico ya abandonado —vieja propiedad de Pablo Escobar— no añade nada a lo que ya sabemos: que el narco marcó su vida.
“Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino”, contextualiza Maya al narrar que la prisión de su padre le fue ocultada. En otra conversación, hacen ambos —solos, sin un auditorio en torno suyo— el recuento de narcoatentados. Llegan a un bombazo contra un avión de Avianca: “«Ahí supimos», dijo Maya, «que la guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos. Más allá de toda duda. Hubo otras bombas en lugar públicos, claro»”. ¿Cómo un narrador tan conocedor y consciente de las trastiendas de lo narrativo como es Vásquez se ha dejado llevar por el facilismo de Te lo cuento, personaje, para que te enteres, lector? (El mismo Vásquez escribió en El arte de la distorsión: “Contar cosas que ya se saben es cometer pecado de redundancia, el peor pecado que puede cometer un novelista”.)
Estos ejemplos —hay más— harían suponer que El ruido responde no al propósito de crear una nueva realidad en la ficción sino de informar de modo ejemplarizante sobre la Colombia real. No es la ficción de un profesor de derecho y una apicultora sino la historia de todos los jóvenes colombianos que crecieron en la era del narcotráfico: eso debe quedar claro.
O acaso estoy en un error: quizá he leído muy literalmente y los Cuerpos de Paz yanquis no tuvieron nada que ver con el comienzo del narcotráfico en Colombia, tal vez la “reconstrucción” que emprende Yammara de las vidas de Elaine y Laverde al leer las viejas cartas es un ejemplo del “arte de la distorsión” del pasado que Vásquez postula para un tipo de novela histórica cuyo modelo sería Cien años de soledad. O más aún: acaso El ruido sacrifica en dos terceras partes de su trama la vocación dramática y la ambigüedad de la ficción, para cumplir con una inequívoca tarea de civismo. Porque luego del fin de semana con Maya Fritts, el joven narrador regresa a su departamento en Bogotá: lo intuimos decidido a recuperar a su mujer y su hija, llevado acaso por el intento de no repetir la historia de la familia disgregada del piloto Laverde. Conocer “vidas” ajenas —potencialmente similares a la propia— le habría propiciado un crecimiento de la psique: he aquí el camino para decir adiós al miedo. Y ese fenómeno, cuando llegue a ser compartido por su violentada generación, podría impedir que, a raíz de los paralelismos históricos, Colombia vea iniciado otro ciclo de violencia.
Geney Beltrán Félix • Autor de la novela Cartas ajenas (2011).
Fuente: MILENIO
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