Por: Julio César Londoño
El 17 de julio de 1911 Rufino José Cuervo madrugó, arregló su habitación con cirios y flores, se arregló con más esmero que de costumbre, se recostó con las manos cruzadas en el regazo, expiró como cualquier matrona macondiana y fue enterrado sin discursos en el cementerio de Père-Lachaise. Llevaba 39 años dedicados a la redacción de su monumental Diccionario de construcción y régimen. “Murió cuando apenas iba por la letra E, en París; lejos de Bogotá... y de la Z”, escribe en Chapolas negras Fernando Vallejo, nuestra versión criolla de Truman Capote.
Aunque Cuervo siempre trabajó solo, hay que registrar la ayuda de su amigo Ezequiel Uricoechea, un aventurero bogotano, médico de Yale, antropólogo de la Sorbona y experto en árabe y lenguas indígenas que vivió muchos años en Europa. Cuervo le mandaba esmeraldas, que allá se cotizaban muy bien, y el hombre le enviaba a vuelta de correo abultadas cartas filológicas, discusiones eternas sobre el “leísmo”, las últimas novedades de las librerías y toneladas de corcho para las tapas de la cervecería de los Cuervo en Bogotá.
En una de las cartas, Uricoechea le cuenta a Cuervo que Alejandro Humboldt “me está iniciando en el estudio de la lengua alemana y me ofreció la cátedra de química de la Universidad de Berlín. Voy a pensarlo”. Uricoechea rechazó el ofrecimiento y viajó a continuar sus estudios de lengua y cultura árabe en Beirut, donde murió en 1880. Tenía apenas 46 años.
Para tener una idea de la dimensión del trabajo de Cuervo, veamos estas cifras. Él hizo un tercio del Diccionario. Para las otras dos partes se necesitó una minga de dos naciones, dos organismos internacionales, un mecenas infinitamente rico y un equipo de 40 investigadores que trabajó durante 42 años.
Otro maniático de los diccionarios, García Márquez, dijo, con las características hipérboles de su estilo, que “el Diccionario de Cuervo es una novela de las palabras, el diccionario menos imaginable del mundo por su fórmula y tamaño, por el siglo y cuarto de su ejecución, y por su inutilidad práctica”. (Lecturas Dominicales, octubre 10/99. Quizá no esté de más anotar que entre artistas, y desde Wilde, el adjetivo inútil es casi elogioso). Gabo no fue el único que quedó confundido. María Mercedes Carranza escribió en la revista Semana (febrero 8/99) que el Diccionario “absuelve dudas de toda índole en el manejo del idioma”. Es uno de los dislates más enternecedores en la historia de la crítica literaria de Occidente. El que llega al Diccionario con una duda, sale con veinte.
He hojeado con mucho placer y un principio de vértigo sus ocho gruesos tomos, los 600.000 ejemplos de uso, espigados en nueve siglos de prosa y verso castellanos, pero aún no me atrevo a decir para qué sirve ese “monumento a la lengua”, ni puedo dar una buena definición de él, ni estoy seguro de saber usarlo, ni me ayuda a resolver mis titubeos sintácticos, y a veces me asalta en la alta noche la idea sacrílega de que el Diccionario sea sólo el delirio de un genio que perdió el juicio en el curso de sus agotadoras jornadas de trabajo en un austero apartamento parisino.
Me declaro incapaz de decidir si estamos frente a la vulgata del castellano, un monumento de la lengua o una curiosidad bibliográfica, un mamotreto inútil, un museo de palabras muertas o un hito mayúsculo de la lingüística, el primer diccionario sintáctico de la historia.
Tal vez otro sabio tan terco como Cuervo dedique su vida a estudiar el Diccionario y muera dejando inconclusa su evaluación, y un equipo de 40 gramáticos emplee 40 años en terminarla y publique al fin la monografía crítica definitiva.
Elespectador.com
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