En forma
Hasta hace poco se creía que nuestra predilección por determinados cánones estéticos era algo cultural y que dependía de la sociedad a la que perteneciésemos. Ahora, la ciencia ha demostrado que la biología tiene mucho que ver
ES | 26/08/2011 - 08:15h
Cristina Sáez
Portada del suplemento ES del 27 de agosto del 2011 |
Participación
- ¿La belleza ayuda a abrirte puertas?
Tener capacidades no siempre es garantía de éxito. Cuéntenos casos en los que la apariencia puede influir en la valoración de una persona.
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Felices, inteligentes, honestos, comprensivos, con éxito. Vemos a una persona guapa y en un segundo nuestro cerebro comienza a tejer toda una red de atributos positivos a su alrededor. Nos la imaginamos con un buen trabajo y un buen coche, seguramente con éxito profesional; felizmente casada o en una relación de pareja satisfactoria; puede que pensemos que viaja mucho, que tiene buenos amigos, que va a muchas fiestas, que se lleva de maravilla con su familia, que no tiene problemas; que es, en definitiva, feliz, muy feliz.
Hagan la prueba. Piensen por un momento en famosos guapos y digan lo primero que se les venga a la cabeza. ¿Qué les sugiere Penélope Cruz? ¿Y David Beckham? ¿Cómo creen que son sus vidas? Y ahora, en cambio, prueben a hacer los mismo con cualquiera de las personas anónimas que se cruzan cada mañana por la calle. No tienen que ser feas, ni mucho menos, simplemente normales. Quizás difieran en el grado de belleza de los ejemplos escogidos y prefieran a otros: Brigitte Bardot, Marlon Brando, Brad Pitt, Gerard Piqué, Angelina Jolie, Scarlett Johansson... Pero lo cierto es que, escojamos a los que escojamos, lo queramos o no, y aunque tratemos de resistirnos a ello, evaluamos a los otros en función de su apariencia física. No lo podemos evitar.
El físico, y sobre todo la cara, es la parte más pública de la persona, aquello visible que solemos asumir, sin percatarnos de ello, que funciona como una especie de espejo de lo que no vemos. Así, tendemos a pensar que las personas bellas son también buenas, exitosas, felices, alegres, honestas… Y eso es universal. Todos los seres humanos del planeta, da igual la cultura a la que pertenezcan, sucumben ante la belleza. Brindamos mejor trato a la gente guapa, tratamos de complacerla, nos esforzamos para que se sientan a gusto, la ayudamos. Y a pesar de que nos cuesta definir qué es la belleza, todos lo tenemos claro cuando vemos una cara bonita. Pero, ¿qué es exactamente lo que encontramos bello? ¿Qué hay en nuestra naturaleza que nos hace sensibles a la belleza? ¿Y cómo puede ser que a nosotros y a una tribu del Amazonas nos atraigan los mismos rasgos?
Espejito, espejito… Hasta hace poco, predominaba la idea de que nuestra capacidad para apreciar lo bello dependía de los cánones culturales de la sociedad a la que perteneciéramos; que el bebé, al nacer, iba aprendiendo a través de sus padres y del entorno qué era lo estéticamente deseable. De ahí que los japoneses tengan, por ejemplo, especial predilección por las nucas, mientras que los de la etnia Kayan, en Myanmar (Birmania), prefieren a las mujeres con el cuello de jirafa.
Y si bien en buena medida los gustos son aprendidos, ahora la ciencia ha demostrado que la biología desempeña un papel determinante. “La belleza es un instinto básico, un producto de la evolución”, asegura la psicóloga de la Universidad de Harvard Nancy Etcoff. Aunque es un argumento polémico y aún hoy sigue generando debate entre los psicólogos, hay numerosos estudios que parecen demostrar que las preferencias por la belleza nos vienen de serie; que nacemos con ellas, como si el cerebro ya estuviera preprogramado para buscar y encontrar determinadas características que todos, inconscientemente, hallamos deseables.
Para demostrarlo, la psicóloga Judith Langlois, investigadora de la Universidad de Texas, recogió un montón de fotografías de caras de individuos de diferentes culturas y se las enseñó a un grupo de adultos voluntarios, que las puntuaron en función de su atractivo. Luego mostró esas mismas fotos a bebés de entre tres y seis meses, demasiado pequeños para estar ya bajo los influjos de la aculturación. Estos miraron significativamente más a las caras, tanto de hombres como de mujeres, que los adultos habían valorado como más atractivas. Eso sugería que los bebés, además de tener detectores de belleza innatos, compartían los gustos por los mismos rasgos de belleza. Y tiene, señala Nancy Etcoff, su lógica, porque “mirar a los guapos tiene un valor de supervivencia”.
Hace miles y miles de años, en el pleistoceno, cuando la esperanza de vida no superaba en el mejor de los casos los 40 años y era frecuente que los niños muriesen antes de ser adultos, asegurarse de que te apareabas con el individuo más adecuado era de vital importancia. De ello dependía que tus genes se perpetuaran. Es por ello que el cerebro de nuestros antepasados pudo desarrollar unos detectores biológicos para evaluar automáticamente y al instante si la persona que tenían delante era o no fértil, si era compatible genéticamente con ellos y si estaba sana.
“Nuestra extrema sensibilidad a la belleza está gobernada por circuitos en el cerebro modelados por la selección natural”, señala Etcoff, de Harvard. Según esta neurocientífica, nos sentimos atraídos por la piel suave y tersa, por el pelo brillante y grueso, por la simetría, por las curvas en la cadera, por una espalda ancha, que no son otra cosa que símbolos de salud, “porque a lo largo de la evolución quienes se percataban de esos signos y se apareaban con sus portadores tenían más éxito reproductivo. Y todos nosotros, somos sus descendientes”.
A la vez, los cuerpos de aquellos primeros homínidos también resolvieron físicamente el problema adaptativo de cómo señalar su potencial idoneidad como pareja. Arcadi Navarro, biólogo evolutivo e investigador ICREA de la Universitat Pompeu Fabra, explica que existe un mecanismo distinto a la selección natural que postulaba Darwin y que tiene que ver con todo esto y es la selección sexual, que lo que hace es “maximizar tu probabilidad de tener descendencia pero no maximizando tu fortaleza o tu capacidad de supervivencia, sino tu capacidad de reproducirte, al ser sexualmente más atractivo para los otros miembros de la especie”. Y en eso, hombres y mujeres, mujeres y hombres lo hemos hecho de forma distinta.
Ellas, las chicas, se juegan mucho más, por lo que son más selectivas a la hora de escoger pareja y tratan de atraer a los mejores candidatos. Por regla general, en la naturaleza, los machos de la especie suelen hacer una menor inversión en la descendencia y son las hembras, sobre todo en el caso de los mamíferos, las que invierten más recursos. Empezando por las propias células reproductivas, el óvulo cuesta más de producir que los espermatozoides. Y siguiendo por que, por ejemplo en la especie humana, el embarazo dura nueve meses durante los cuales la mujer debe invertir una gran cantidad de energía y recursos; y una vez nace el niño, deberá cuidarlo al menos durante 18 años… si no más.
De ahí que ellas evalúen a los hombres más lentamente y que no sólo tengan en cuenta el físico, sino también aspectos que tienen que ver con el carácter y, sobre todo, si el otro tiene los recursos necesarios para ayudarla en la cría de los hijos. La inteligencia, la imaginación, la amabilidad y la creatividad son algunas de las cualidades que más las atraen del otro, indican que la persona es capaz de desenvolverse en el mundo. Para ellas no se trata tanto de escoger un compañero fértil, porque los hombres lo son durante casi toda su vida, sino de encontrar alguien que sepa ayudarlas en la cría de los hijos.
Y ellas compiten entre ellas por hacerse con las mejores presas, con todo su arsenal de belleza. Son sus armas evolutivas. Helen Cronin es filósofa de la ciencia en la London School of Economics y está especializada en darwinismo y evolución humana. Ha estudiado la belleza y ha plasmado sus conclusiones en el libro The ant and the peacock (La hormiga y el pavo real, de momento sin traducción). “A menudo solemos oír decir que en la variedad está el gusto, que la belleza es relativa, que es algo superficial, pero parece que no tanto. La belleza es un indicador del estado de salud y de fertilidad de la mujer y la selección natural ha dado al hombre el gusto por la belleza femenina porque indica todo tipo de cosas relativas a sus cualidades como pareja”.
Ellos, en cambio, pueden fertilizar a tantas mujeres como quieran ser fertilizadas; su cuerpo produce continuamente esperma y su papel en la reproducción puede ser tan corto como lo que dura la cópula. Se centran mucho más en la apariencia física de sus compañeras, porque les da pistas de su fertilidad y salud, pero también de si está o no receptiva. Que para el sexo masculino la imagen sigue teniendo un peso importante es evidente. Basta pensar, por ejemplo, en la industria del porno, que cada año mueve miles de millones de euros (y que cuenta, en su mayoría, con consumidores hombres).
Un experimento llevado a cabo con más de 200 culturas tribales mostró que en todas ellas el atractivo físico de las mujeres recibía más valoraciones que el de los hombres. Ellos, también, se pasaban en promedio más tiempo mirándolas a ellas, mientras que, curiosamente, las mujeres miraban más a otras mujeres que a los hombres. Sólo hay que pensar en las revistas femeninas... ¡repletas de féminas! “Están más interesadas en comprobar la competencia”, señala Nancy Etcoff, de Harvard. Resulta paradójico que, hoy en día, en un mundo en que machos y hembras intentan evitar los embarazos en la mayoría de sus encuentros íntimos, sus preferencias sexuales aún se guían por reglas muy muy antiguas, que les hacen sentirse atraídos por aquellos cuerpos que parecen más adecuados para la reproducción y la cría de los hijos.
El efecto halo Nuestra predilección por la belleza está enraizada profundamente en nuestra biología. Es una ventaja para ligar, pero también –aunque cueste admitirlo– para conseguir un empleo o relacionarse socialmente. De hecho, a menudo resulta una forma inconsciente de discriminación. Los hombres atractivos tienen más probabilidades de ser contratados, de obtener un sueldo más alto e incluso de ser ascendidos antes que los hombres no tan atractivos. Aunque, en el caso de las mujeres, es algo distinto.
Existe un estudio clásico, de 1979, llevado a cabo por un grupo de investigadores de la Universidad de Columbia que demostró que ser guapa ayudaba a conseguir un trabajo a las mujeres, con un mejor sueldo, pero sólo cuando se trataba de oficios del tipo secretaria; y, en cambio, jugaba en su contra cuando eran puestos de responsabilidad. Investigaciones posteriores han reforzado estos resultados; se ha visto que en ellas, ser bellas es un impedimento cuando se refiere a trabajos en los que se necesita capacidad para trabajar bajo presión, tomar decisiones rápidas y motivar a otros.
Otra de las cosas curiosas respecto a la belleza es que, inevitablemente, tratamos de complacer a los que la poseen. En un experimento una mujer se acercaba a una cabina telefónica y le preguntaba a quien estaba dentro si por casualidad no se había encontrado una moneda que se había dejado allí antes ella. Si la mujer era guapa, nueve de cada diez personas se la devolvían, mientras que si era fea, el porcentaje descendía a seis de cada diez. En otro experimento, una mujer se situaba junto a su coche con la rueda pinchada en la calzada de la carretera; con la guapa se paraban más personas dispuestas a echarle una mano.
Y no sólo funciona entre sexos, sino que lo cierto es que somos, en términos generales, más proclives a ayudar a la gente atractiva de nuestro mismo sexo y, al mismo tiempo, tenemos tendencia a no pedirles ayuda. Es decir, que a los guapos tratamos de complacerlos, pero sin expectativas de una recompensa inmediata o de un gesto recíproco. Es más, nos persuaden fácilmente con sus ideas y argumentos, les contamos secretos y les revelamos toda clase de información personal. Como si tuviéramos asumido que por ser bellos se merecen un mejor trato.
También les presuponemos muchas más características positivas. Los profesores, por ejemplo, esperan que los alumnos más atractivos saquen mejores notas, sean mejores estudiantes, más inteligentes y sociales. Y eso, claro, condiciona las notas. Los psicólogos sociales hablan del efecto halo. “Es una tendencia que tenemos todos los seres humanos a atribuir características positivas a algo o alguien que ya tiene una característica positiva. Por ejemplo, ante alguien que es un buen orador, solemos pensar que es honesto, inteligente, eficiente. De las personas guapas tendemos a creer que tienen un mejor trabajo, relaciones sociales más satisfactorias, pareja, algo que no nos ocurre ante personas no tan guapas, a quienes les presuponemos vidas más comunes, más cercanas a las nuestras”, explica la psicóloga clínica Constanza González.
En un experimento, Karen Dion, una de las pioneras en la investigación de los efectos de la belleza, le mostró a un grupo de adultos fotos de dos niños de siete años que teóricamente habían hecho trastadas, como pisarle la cola a un perro o tirarles bolas de nieve a sus compañeros. Cuando la foto mostraba a un niño guapete, los adultos, a pesar de no conocerlo, le daban el beneficio de la duda. Pensaban que quizás había tenido un mal día o que estaba atravesando un mala racha. Si el niño no era tan mono… ¡llegaban a afirmar que era un potencial delincuente juvenil!
Con todo, hay que relativizar. A pesar de que durante mucho tiempo se ha asociado belleza con bondad, lo cierto es que la apariencia física poco nos dice de la inteligencia de una persona, de su compasión, de su empatía, de su sentido del humor, de su creatividad, de su honestidad. Sólo es una estrategia evolutiva que nos dice si esa persona es fértil y está sana. Y eso era importante en el pleistoceno, cuando sobrevivir era muy complicado, pero ahora ya no tiene demasiada utilidad. Y, sin embargo, guste o no, tenemos unos cerebros que no pueden evitar buscar y detectar esos rasgos.
Bebés, una monada por necesidades de supervivencia
Ojos enormes, piel suave, rechonchos y con todo un arsenal de trucos para hacer que se nos caiga la baba. Los bebés nos manipulan emocionalmente y tiene que ser así, porque de otra forma no sobrevivirían. Reaccionamos automáticamente a las formas o características que nos recuerdan a ellos, como ante los animales cachorros, los muñecos o algunos robots. Los rasgos que los hacen irresistibles son accidentes de la evolución que funcionan como un interruptor que pone en marcha nuestro instinto de cuidarlos. Hay experimentos que demuestran que las madres con bebés más bonitos se pasan mucho más tiempo con los niños en brazos abrazándolos y acariciándolos. Mientras que aquellas cuyos bebés no son tan agraciados se ocupan más de alimentarlos, cambiarles el pañal, ver que estén bien. Es más, los niños que sufren abusos sexuales suelen tener rasgos que les hacen parecer menos infantiles que otros. Quizás no evocan la reacción inmediata de protección y cuidado que la mayoría de niños provoca.
Fuente: LA VANGUARDIA.com
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